RAZÓN, CIENCIA Y DEMOCRACIA

miércoles, 15 de abril de 2009

RAZON, CIENCIA Y DEMOCRACIA EN LOS ORIGENES DE LA MODERNIDAD

DEMOCRACIA, RAZÓN Y CIENCIA

EN LOS ORÍGENES DE LA MODERNIDAD

EQUIPO DE INVESTIGACION:

RICARDO ETCHEGARAY (DIRECTOR)

JUAN PABLO ESPERÓN

MARTIN CHICCOLINO

FLORENCIA CARBAJAL

MARIA ROSA BOUZON

Introducción

En su investigación sobre los orígenes del pensamiento griego, J. P. Vernant muestra la relación esencial entre la nueva forma de pensamiento filosófico y científico y el nuevo orden social y político de la polis. Estos resultados sugieren la posibilidad de efectuar una analogía con la relación existente entre la nueva concepción de la razón surgida en la filosofía y la ciencia del siglo XVII y el nuevo Estado, al que concebimos como esencialmente democrático (en el sentido de fundamentarse en la igualdad de todos los hombres). Se ha mostrado que las transformaciones del pensamiento tradicional o mítico y los cambios institucionales en las relaciones de mando y obediencia en la Antigua Grecia se han producido en interrelación. Se trata de extender estos resultados a la nueva situación generada en Europa a comienzos de la época moderna.

Delimitando los significados que la razón y la democracia adquieren a comienzos de la época moderna, ¿cuál es la relación que se establece entre ellos? ¿de qué manera los avances producidos en el pensamiento generan transformaciones en las relaciones de poder y viceversa? ¿en qué medida los cambios en uno y otro ámbito tienen una vinculación esencial y necesaria?

El objetivo de la investigación es determinar el significado de los conceptos de razón y de democracia en los principales autores del siglo XVII, reunir información, analizarla y clasificarla, para que sirva como base de datos para el trabajo teórico conceptual.

Consideramos que estos conceptos son centrales en la teoría social y política y la definición de sus significados pasados y actuales podría ayudar a conformar un marco teórico útil para los investigadores del campo.

Nuestra hipótesis principal sostiene que la razón, la ciencia y la democracia están esencialmente vinculadas en los orígenes del pensamiento moderno.

El proyecto brindará información relevante para las actividades de las asignaturas Filosofía y Filosofía social y política (del primer año común de la Facultad de Ciencias sociales) e Historia de la Filosofía Moderna (de la Carrera de Filosofía).

Como ya se dijo, la presente investigación se enmarca en la tradición teórica de la hermenéutica filosófica, en cuyas investigaciones se ha logrado determinar un marco teórico y metodológico, que haga posible la “comprensión” de los textos, apuntando tanto a hacer explicita de su estructura como al desarrollo del sentido. El sentido del texto sólo se hace comprensible al vincularlo con nuestro propio contexto histórico y con los actores presentes.

Juan Pablo Esperón y Martín Chiccolino han contribuido aportando elementos sobre la interpretación heideggeriana de la época moderna en la historia de la metafísica. Martín Chiccolino ha contrastado el modelo cartesiano con el baconiano, señalando sus rasgos comunes y sus diferencias, y ha diferenciado la lectura heideggeriana de la nietzscheana de la modernidad. Florencia Carvajal reseñó la obra de Koyré sobre las transformaciones introducidas en la nueva ciencia y realizó un análisis de la concepción del Estado en Hobbes. Virginia Enriquez buscó definir la concepción hobbesiana del conocimiento y analizó el concepto de razón en Descartes. Mariana Santander y María Rosa Bouzón rastrearon el concepto de razón en el Leviatán de Hobbes. Juliana Carrasco hizo una reseña de la concepción de Locke sobre la razón y el conocimiento.


CAPÍTULO 1

Las investigaciones de J. P. Vernant y de M. McLuhan como marco de comprensión de los comienzos de la modernidad

Polis, geometría y filosofía

En los comienzos de la época antigua (período micénico), según señala Vernant sobre la base de los escritos conservados, la forma de vida de los griegos era análoga a la de los reinos del Cercano Oriente en la misma época[1]. Todo cambia cuando se toman como referencia los textos homéricos. Mientras que la religión y los mitos están enraizados en el pasado micénico, no ocurre lo mismo en otros dominios donde se evidencia una profunda ruptura. Las invasiones de los dorios en el siglo XII señalan el quiebre del poderío micénico. Sucumbe un tipo de monarquía de origen divino, que tenía como centro el palacio, y la forma de vida que está ligada con ella. Estos cambios repercuten sobre el hombre griego mismo, al cambiar su universo espiritual. Después de un largo período de aislamiento y retracción (conocida como la edad media griega) surge (en el tránsito del siglo VIII al VII) una novedad “doble y solidaria”: la institución de la polis y el nacimiento del pensamiento racional[2].

G. Deleuze escribe: “Lo que dice Foucault es cierto, toda formación de poder tiene necesidad de un saber del que sin embargo no depende, pero que no tendría eficacia sin ella. Ahora bien, ese saber utilizable puede adquirir dos formas: o bien una forma oficiosa, como cuando se instala en los «poros» para tapar tal o tal fallo en el orden establecido; o bien una forma oficial, cuando constituye por sí mismo un orden simbólico que proporciona a los poderes establecidos una axiomática generalizada. Por ejemplo, los historiadores de la Antigüedad muestran la complementariedad ciudad griega-geometría euclidiana. Y no porque los geómetras tengan el poder, sino porque la geometría euclidiana constituye el saber o la máquina abstracta que la ciudad necesita para su organización de poder, de espacio y de tiempo. No hay Estado que no tenga necesidad de una imagen del pensamiento que le sirva de axiomática o de máquina abstracta, y a la que le proporcionará, como contrapartida, la fuerza necesaria para funcionar…”[3].

Tanto la Grecia clásica como la Modernidad europea surgen después de una “edad media”, de un período de “oscuridad” posterior a las “invasiones bárbaras”. Si bien las analogías son un poco forzadas y las diferencias muchas, tal vez puedan encontrarse algunos elementos de comparación entre los dos procesos históricos, cuidando de tomar distancia de los anacronismos generados por los supuestos del iluminismo. En ambos desaparece la circulación de moneda y metales preciosos, las comunidades se cierran sobre sí mismas y pierden relaciones con los otros pueblos y culturas, desaparece la unidad institucional (imperio), se destruyen las vías de comunicación, la vida tiende a desplazarse al ámbito rural disminuyendo la población en las ciudades.

Por otro lado, Vernant señala que la institución de la polis y el pensamiento racional surgen solidariamente y en un mismo período de tiempo. ¿Puede decirse lo mismo de la razón moderna y de la igualdad de los hombres asociados en el Estado?

“Grecia se reconoce –dice Vernant- en una cierta forma de vida social y en un tipo de reflexión que definen a sus propios ojos su originalidad y su superioridad sobre el mundo bárbaro: en lugar de que el rey ejerza su omnipotencia sin control ni límites en el secreto de su palacio, la vida política griega quiere ser objeto de un debate público, a plena luz del día, en el ágora, por parte de unos ciudadanos a quienes se define como iguales y de los cuales el Estado es ocupación común; en lugar de las antiguas cosmogonías asociadas a rituales reales y a mitos de soberanía, un nuevo pensamiento trata de fundar el orden del mundo sobre relaciones de simetría, de equilibrio, de igualdad entre los distintos elementos que integran el kosmos[4].

Los reinos micénicos se caracterizan por el uso del caballo y el carro (sobre todo en la guerra) lo que supone un gobierno centralizado y poderoso. La expansión micénica se realizó desde el siglo XIV hasta el XII. “En todas las regiones adonde los ha conducido su espíritu aventurero, los micenios aparecen estrechamente asociados a las grandes civilizaciones del Mediterráneo oriental”[5].

Durante el período micénico, “la vida social aparece centrada en torno del palacio, cuya función es religiosa, política, militar, administrativa y económica a la vez. (...) El rey concentra y reúne en su persona todos los elementos del poder, todos los aspectos de la soberanía”. Pareciera que la administración real reglamenta la producción, la distribución y el intercambio, no habiendo lugar para el comercio privado. La monarquía controla minuciosamente hasta los mínimos detalles[6]. En las monarquías micénicas, como antes en las tradiciones indoeuropeas, el guerrero se separa y contrapone al hombre de la aldea (pastor o agricultor). Los distintos funcionarios de los diversos niveles de jerarquías se encuentran en una relación de subordinación o sumisión personal con respecto al rey, si bien existe una división de funciones y tareas en el orden económico. El rey (ánax) cumple funciones no solamente militares y económicas, sino también religiosas.

Vernant resume las características de las monarquías micénicas en tres rasgos: 1. Aspecto belicoso: el ánax se apoya en una aristocracia guerrera sometida a su autoridad. 2. Las comunidades rurales tienen una relativa autonomía. 3. “La organización del palacio, con su personal administrativo, sus técnicas de contabilidad y de control, su reglamentación estricta de la vida económica y social, presenta un carácter de imitación”[7]. Los escribas especializados conformaron grupos estrictamente cerrados que brindaron los esquemas para la administración de los palacios micénicos.

Las invasiones de los dorios destruyen el sistema social y político micénico, rompiendo los vínculos de los griegos con los reinos de Oriente.

“Suprimido el reinado de los ánax –señala Vernant-, no se encuentran huellas ya de un control organizado por el rey, de un aparato administrativo, ni de una clase de escribas. La escritura misma desaparece como arrastrada por el derrumbe de los palacios. Cuando los griegos vuelven a descubrirla, a fines del siglo IX, tomándola esta vez de los fenicios, no será sólo una escritura de otro tipo, fonética, sino producto de una civilización radicalmente distinta: no la especialidad de una clase de escribas, sino el elemento de una cultura común. Su significación social y psicológica se habrá transformado –podríamos decir invertido-: la escritura no tendrá ya por objeto la creación de archivos para uso del rey en el secreto de un palacio, sino que responderá en adelante a una función de publicidad; va a permitir divulgar, colocar por igual ante los ojos de todos, los diversos aspectos de la vida social y política”[8].

Se abre un abismo entre los dioses y los hombres (el rey divino desaparece) y entre los vivos y los muertos (comienzan a cremarse los cadáveres rompiendo el nexo de los muertos con la tierra). Vernant se propone mostrar cómo las transformaciones sociales repercuten sobre las formas de pensamiento. El lenguaje registra dichos cambios. La desaparición del ánax deja subsistir las dos fuerzas sociales que estuvieron subordinadas a la monarquía: la aristocracia guerrera y las comunidades aldeanas. Del conflicto entre estas fuerzas surgió la primera forma de sabiduría humana (sophía) (hacia comienzos del siglo VII). Esta sabiduría “no tiene por objeto el universo de la physis sino el mundo de los hombres: qué elementos lo componen, qué fuerzas lo dividen y lo enfrentan consigo mismo, cómo armonizarlas, unificarlas, para que de su conflicto nazca el orden humano de la ciudad (polis)”[9].

También la monarquía ha cambiado de naturaleza: ya no es el ánax sino el basileus. Tomando como referencia la figura de Agamenón en la Ilíada, Vernant muestra que se trata de una supremacía entre pares con el fin de cumplir una función específica (conducir la guerra contra Troya). La nueva concepción de la monarquía se manifiesta claramente en la noción de arkhé (mando) que se separa de la basileia y “va a definir el dominio de una realidad propiamente política”[10]. Los “arcontes” (de arkhé) eran elegidos primero por diez años y posteriormente cada año. Hay una nueva concepción del poder ya que al arconte se le delega el poder en virtud de una decisión humana (ya no divina[11]), “de una delegación que supone enfrentamiento y discusión”. Como contrapartida la basileia se ve relegada a una función específicamente religiosa. “La imagen del rey, dueño y señor de todo poder, se remplaza por la idea de funciones sociales especializadas, diferentes unas de otras y cuyo ajuste plantea difíciles problemas de equilibrio”[12].

Las leyendas de Atenas describen una crisis en la sucesión del poder que lleva a la división de la soberanía. “No se pone el acento en un personaje único que domine la vida social sino en una multiplicidad de funciones que, contraponiéndose unas a otras, necesitan de una distribución y una delimitación recíprocas”[13]. Se encuentra aquí cierta semejanza con el relato que Shakespeare hace en el Rey Lear (en el que se basa McLuhan para describir el proceso de fragmentación de la modernidad) pero esta representación artística parece en oposición a la concentración efectiva del poder en las monarquías absolutas de los siglos XVII y XVIII. Sin embargo, hay en la teoría de Hobbes una delimitación recíproca de los individuos en el estado natural derivada del temor recíproco que, paradójicamente, conduce a la unificación de la soberanía y a acentuar “un personaje único que domine la vida social”. Tan sólo cuarenta años Locke planteará explícitamente la necesidad de la delimitación recíproca de los poderes del Estado. El pasaje desde Shakespeare hasta Locke, mediado por Hobbes, parece análogo al descripto por Vernant desde fines del siglo IX a. C. hasta comienzos del siglo VII a. C.

Continúa Vernant: “Poder de conflicto - poder de unión, eris - philía: estas dos entidades divinas, opuestas y complementarias, señalan como los dos polos de la vida social en el mundo aristocrático que sucede a las antiguas monarquías”. La exaltación del espíritu de agón, de lucha, que caracteriza a la nobleza se manifiesta en todos los ámbitos: en la guerra, en el plano religioso, en el político. Para Vernant, estos dos polos de la vida social griega se conceptualizan rigurosamente en la filosofía: en la problemática de lo uno y lo múltiple. Preguntamos: ¿No hay una problemática análoga en los comienzos de la modernidad: unidad de la razón-pluralidad de las facultades, unidad del pensamiento-pluralidad de la experiencia, unidad del saber-pluralidad de las ciencias, unidad del Estado-multiplicidad del pueblo o de los individuos?

“Como Hesíodo lo hará notar –sigue Vernant-, toda rivalidad, toda eris, supone relaciones de igualdad. La concurrencia no puede darse jamás si no es entre iguales. Este espíritu igualitario, en el seno mismo de una concepción agonística de la vida social, es uno de los rasgos que caracterizan la mentalidad de la aristocracia guerrera de Grecia y contribuye a dar a la noción del poder un nuevo contenido”[14]. El poder y el gobierno, el mando y la arkhé aparecen entonces como un asunto de todos (to koinón) y ya no como la propiedad exclusiva de un individuo, de un ánax. Aparece un espacio social enteramente nuevo, donde la arkhé misma es puesta en el medio: la ciudad está ahora centrada en el ágora (que fue lugar de reuniones antes de ser un mercado), en un espacio común en el que se debate acerca de lo común. “Desde que la ciudad se centra en la plaza pública, es ya, en el pleno sentido del término, una polis[15]. ¿Hay en los comienzos de la modernidad un proceso análogo? ¿Se construye también un ámbito común que hace posible una participación igualitaria entre los hombres? Pareciera que a comienzos de la modernidad la novedad que da lugar a la igualdad entre los seres humanos se reduce a la noción de razón que está a la base de nueva ciencia. Si en la antigüedad griega la polis y la filosofía, la praxis y la conciencia, surgieron casi al mismo tiempo con una cierta anterioridad de las primeras, en la modernidad parecen invertirse las relaciones: surge primero la conciencia de la igualdad en la razón y la ciencia y luego (entre la segunda mitad del siglo XVII y el fin del siglo XVIII) la revolución institucional. Sin embargo, tanto el liberalismo económico como el marxismo han mostrado que ya a fines del siglo XV había surgido una nueva institución que hace efectivas relaciones “igualitarias” con independencia de las relaciones “políticas” dentro del Estado: el mercado[16].

Entre los siglos VIII y VII a. C., se produce en Grecia un acontecimiento novedoso y decisivo: la aparición de la polis. Si bien tuvo múltiples etapas y variadas formas, podría caracterizársela de acuerdo a algunos rasgos distintivos, a saber: (1) la preeminencia de la palabra, (2) el desarrollo de prácticas públicas, y (3) el principio de isonomía.

(1) Progresivamente, la palabra va teniendo preeminencia sobre todos los otros instrumentos de poder. Ya no se trata de la palabra del rey ni del oráculo del dios, sino de la discusión y de la argumentación, en la que el conjunto de los ciudadanos constituyen la última instancia de decisión. Se trata de una decisión puramente humana. “Entre la política y el logos hay, así, una relación estrecha, una trabazón recíproca. El arte político es, en lo esencial, un ejercicio del lenguaje; y el logos, en su origen, adquiere conciencia de sí mismo, de sus reglas, de su eficacia, a través de su función política”[17]. Para Vernant la retórica y la sofística abrieron el camino a las investigaciones lógicas y teóricas de Aristóteles. No parece haber una analogía estrecha con los procesos que dan comienzo a la época moderna.

(2) Las cuestiones más importantes de la vida social adquieren carácter de “plena publicidad”. Son públicos en un doble sentido complementario: es un ámbito “de interés común, en contraposición a los asuntos privados; y de prácticas abiertas, establecidas a plena luz del día, en contraposición a los procedimientos secretos”[18]. Es un doble movimiento de democratización y de divulgación, que tiene consecuencias decisivas en el plano intelectual, abriendo un círculo cada vez más inclusivo. Finalmente, es el demos en su totalidad el que accede al mundo espiritual antes reservado a la aristocracia guerrera y sacerdotal[19]. La discusión, la argumentación, la polémica pasan a ser reglas tanto del juego intelectual como del juego político, sometidas al control de la comunidad que juzga tanto sobre las creaciones del espíritu como sobre las magistraturas. Ambas son sometidas a una rendición de cuentas, exigidas por la ley de la polis, en contraposición al poder absoluto del monarca.

En los comienzos de la modernidad se desarrolla un proceso análogo de democratización y divulgación porque, por un lado, la razón comienza a concebirse como una capacidad natural igualmente repartida en todos los seres humanos y, por otro lado, los “doctos” abandonan progresivamente el léxico académico (latín) y comienzan a publicar sus obras en las lenguas romances[20].

“La palabra constituía, dentro del cuadro de la ciudad (polis), el instrumento de la vida política; la escritura[21] suministrará, en el plano propiamente intelectual, el medio de una cultura común y permitirá la divulgación completa de los conocimientos[22] anteriormente reservados o prohibidos”[23]. De allí que se buscase, desde el nacimiento de la polis, la redacción de las leyes, para asegurar su permanencia y fijeza y para que sean susceptibles de aplicación a todos por igual. La escritura, por otro lado, da a la sabiduría, al conocimiento de la verdad, una dimensión pública, lo hace legible por cualquiera, aun cuando su contenido no sea accesible a todos y a cualquiera. El saber deja de estar ligado a lo secreto, a lo esotérico, a lo cerrado. Análogamente, en los comienzos de la modernidad, la imprenta cumple la función divulgadora y fijadora que en la antigüedad había cumplido la escritura.

La laicización de la vida social se realiza por etapas y no sin resistencias. “La laicización de todo un plano de la vida política tiene como contrapartida una religión oficial que ha establecido sus distancias en relación con los asuntos humanos y que ya no está tan directamente comprometida con las vicisitudes de la arkhé”.

La paradoja de los primeros sabios es que entregan al público un saber que, al mismo tiempo, se proclama inaccesible a la mayoría. “La filosofía se encuentra al nacer en una posición ambigua: por su marcha y por su inspiración está emparentada a la vez con las iniciaciones de los misterios y las controversias del ágora; flota entre el espíritu de secreto, propio de las sectas y la publicidad del debate contradictorio que caracteriza a la actividad política”[24]. Vernant piensa que los filósofos griegos oscilaron entre lo público y lo privado, entre la política y la secta[25]. Esta paradoja ya no se da en los comienzos de la modernidad: los filósofos modernos proclaman desde el comienzo la igualdad de todos los hombres en cuanto a su capacidad racional. El mismo Descartes se pone como ejemplo de un “particular” que hace uso de su propia razón para evaluar (mediante la duda) todo el saber tradicional basado en la autoridad. No obstante, es importante tener en cuenta que el poder religioso institucionalizado en la iglesia es muy superior y difícil de eludir que el que enfrentaban los primeros filósofos griegos.

(3) La tercera característica de la polis es que sus miembros aparecen como “similares” los unos a los otros. Esta similitud funda la unidad de la polis (philía). Las relaciones entre los ciudadanos son recíprocas y reversibles. Todos los ciudadanos serán definidos como semejantes (Hómoioi) y, más adelante, como iguales (Isoi). Todos los ciudadanos son “unidades intercambiables dentro de un sistema cuyo equilibrio es la ley y cuya norma es la igualdad”[26]. El concepto de Isonomía hace referencia a la “igual participación de todos los ciudadanos en el ejercicio del poder”. El principio se remonta a una larga tradición que deriva de la igualdad aristocrática de los caballeros. “En efecto, fue aquella nobleza militar la que estableció por primera vez, entre la calificación guerrera y el derecho a participar en los asuntos públicos, una equivalencia que no se discutirá ya. En la polis el estado de soldado coincide con el de ciudadano: quien tiene su puesto en la formación militar de la ciudad lo tiene asimismo en su organización política”[27]. Vernant señala la aparición del hoplita a mediados del siglo VII, con el que se transforman completamente las técnicas del combate y los valores (ética) del guerrero. Su virtud es la sophrosyne, el dominio de sí mismo, ya no el thymós de los héroes homéricos, que es rechazado en cuanto acusa las desigualdades sociales y el sentimiento de distancia entre los individuos. El hoplita es el soldado-ciudadano[28]. Es el que combate codo a codo y hombro a hombro. La falange hace del hoplita, como la ciudad del ciudadano, una unidad en la que los elementos son intercambiables. Se trata de un orden expresado en las leyes que es anterior con relación al poder[29]. “La arkhé pertenece, en realidad, exclusivamente a la ley”[30]. Análogamente, Hobbes hace referencia a la igualdad de todos los hombres en el estado natural (aunque ello conduzca necesariamente a una guerra universal de todos contra todos) y Cromwell sostiene su dictadura en los ciudadanos-combatientes (ironside).

A fines del siglo VII y durante el siglo VI a. C. se desencadena una profunda crisis de la polis que –según Vernant- se expresa en los Siete Sabios y como consecuencia de la cual se producen reformas morales, políticas y legales. Las condiciones económicas derivadas de la reanudación y el desarrollo de los contactos con Oriente (interrumpidos con la caída del imperio micénico y reiniciadas por los fenicios hacia el siglo VIII) originaron una efervescencia social y religiosa que condujeron al nacimiento “una reflexión moral y política de carácter laico”.[31]

Durante el siglo VII los griegos expanden el comercio marítimo por todo el Mediterráneo siguiendo tres objetivos: alimentos (cereales), tierra (aumento de la población) y metales. A comienzos de la modernidad se produce una expansión aún mayor con la circunnavegación del África y la llegada de los españoles y portugueses a América. Por otro lado, se reinician los lazos con Oriente y se efectiviza un proceso expansivo en lo comercial.

A fines del siglo VIII a. C. la metalurgia del bronce deja lugar a la del hierro y hacia fines del siglo siguiente se introduce la moneda. La ostentación de la riqueza se agrega al valor guerrero y a las calificaciones religiosas como elementos de prestigio de la aristocracia. Aparece un nuevo tipo de propietario[32] que busca especializar su cultivo y ampliar las tierras de cultivo. Como resultado se produce una concentración de la propiedad de las tierras y un avasallamiento de los demos. Surgen nuevos sectores sociales ligados al comercio ultramarino y se acrecienta la población en las ciudades, lo que lleva a una progresiva oposición entre “urbanos” y “rurales”[33]. Las relaciones sociales se caracterizan por la violencia, la astucia, la arbitrariedad y la injusticia y los griegos se esfuerzan por resolver la crisis renovando simultáneamente los planos económico, jurídico, político y religioso. Análogamente, en el Renacimiento se produce una crisis semejante que obliga a la reestructuración de las relaciones en todos los planos.

En Grecia –según Vernant- se “aspira siempre a restringir la dynamis (poder) de los gene (nobles), [se] quiere poner un límite a la ambición, a su iniciativa, a su voluntad de poder, sometiéndolas a una regla general cuya obligación se aplique por igual a todos. Esa norma superior es la dike[34]. Es la dike la que debe “establecer entre los ciudadanos un justo equilibrio que garantice la distribución equitativa de las obligaciones, de los honores, del poder, entre los individuos y las facciones que componen el cuerpo social. La dike, de este modo, concilia y armoniza esos elementos para hacer de ellos una sola y misma comunidad, una ciudad unida”[35]. El homicidio, antes perteneciente a la esfera privada, familiar, venganza de la sangre, se desplaza a la esfera comunitaria. El asesino comienza a ser visto como alguien que daña a la comunidad en su conjunto.

Aristóteles le reconoce a Solón un avance decisivo al establecer el derecho de cada uno de intervenir en justicia a favor de cualquiera que haya sido lesionado y de perseguir la adikía sin haberla sufrido personalmente. Solón despersonalizó la justicia sacándola de la esfera de la venganza familiar o de sangre. ¿Ha habido un cambio análogo en la concepción de la justicia a comienzos de la modernidad? Según Foucault, las sociedades de soberanía tienen el objetivo de recaudar (a diferencia de las sociedades disciplinarias cuyo objetivo es organizar la producción) y decidir la muerte (a diferencia de las disciplinas que se proponen administrar la vida). “Suele decirse –escribe Foucault- que el modelo de una sociedad que tuviera por elementos constitutivos unos individuos está tomado de las formas jurídicas abstractas del contrato y del cambio. La sociedad mercantil se habría representado como una asociación contractual de sujetos jurídicos aislados[36]

En tiempos de Solón, el temor a la impureza del crimen y del homicidio como la ostentación del lujo y la insolencia de los ricos provocaron reacciones religiosas que buscaban la pureza de la vida mística y el ascetismo. Estos movimientos contribuyeron a producir una nueva imagen de la areté (virtud). La virtud comienza a concebirse como el

“fruto de una larga y penosa áskesis, de una disciplina dura y severa, que pone en juego un control vigilante sobre sí mismo, una atención sin descanso para escapar a las tentaciones del placer, a la hedoné, al atractivo de la molicie y la sensualidad.

“[…] La riqueza ha remplazado a todos los valores aristocráticos: matrimonio, honores, privilegios, reputación, poder; todo puede procurarlo. En adelante es el dinero lo que cuenta, el dinero lo que hace al hombre. Ahora bien, contrariamente a todos los otros “poderes”, la riqueza no implica límite alguno: nada hay en ella que pueda señalar su término, su linde, su cumplimiento total. […] En contraste con la hybris del rico se perfila el ideal de la sophrosyne. Está hecho de templanza, de proporción, de justa medida, de justo término medio. «Nada en exceso», tal es la fórmula de la nueva sabiduría”[37].

A esta virtud del término medio le corresponde un orden político concebido como equilibrio de las fuerzas contrarias, como acuerdo entre los elementos rivales. Tal acuerdo es posible por el dominio de la ley (nomos), que gobernando en el centro de la ciudad, reemplaza al rey. Es una tentativa racional de poner fin al conflicto equilibrando las fuerzas antagónicas.

“Es la maldad de los hombres, su espíritu de hybris, su sed insaciable de riquezas, lo que produce naturalmente el desorden según un proceso en el cual cada una de las fases puede señalarse por anticipado: la injusticia engendra la esclavitud del pueblo y ésta, a su vez, produce la sedición. La justa medida, para restablecer el orden y la hésykhía, debe pues, al mismo tiempo, quebrar la arrogancia de los ricos y hacer que cese la esclavitud del démos, sin transigir, no obstante, con la subversión. (...) Con Solón, Diké y Sophrosyne, bajadas del cielo a la tierra, se instalan en el ágora.

“[…] El dominio de sí en que consiste la sophrosyne parece implicar, si no un dualismo, por lo menos una cierta tensión en el hombre entre dos elementos opuestos: lo que es del orden del thymos, la afectividad, las emociones, las pasiones y lo que es del orden de una prudencia reflexiva, de un cálculo racional”[38].

La sophrosyne se desliza del ámbito religioso al social y político, designando el comportamiento reglamentado, obligado, caracterizado por la “contención”. Estos valores implícitos en la vida de los griegos son expresados verbalmente o por escrito por los Sabios. Solón escribe que “lo igual no puede engendrar la guerra”. Es necesario diferenciar dos tipos de igualdad, buscadas por los partidos extremos opuestos en la historia ateniense. Por un lado, la igualdad geométrica o proporcional, es entendida como una igualdad jerárquica. Cada parte de la polis debe guardar su lugar, pero no todos los lugares son iguales ni las funciones las mismas. La igualdad reside, sin embargo, “en el hecho de que la ley, que ahora ha sido fijada, es la misma para todos los ciudadanos y en que todos pueden formar parte de los tribunales como de la asamblea”[39]. Para Platón, una polis es justa cuando cada parte cumple la función que le es propia y el conjunto resulta una armonía comparable a la del kosmos. De esta manera la polis se hace dueña de sí misma así como el individuo es dueño de sus placeres y de sus deseos. La igualdad es proporcional al mérito.

Por otro lado, la idea de isonomía expresa otra concepción de la igualdad, ya no geométrica sino aritmética:

“La única «justa medida» susceptible de coordinar las relaciones entre ciudadanos es la igualdad plena y total. […] Con Clístenes, el ideal igualitario, a la vez que se expresa en el concepto abstracto de isonomía, queda directamente ligado a la realidad política e inspira una transformación total de las instituciones. El mundo de las relaciones sociales forma, entonces, un sistema coherente, regulado por relaciones y correspondencias numéricas que permiten a los ciudadanos mantenerse «idénticos», entrar unos con otros en relaciones de igualdad, de simetría, de reciprocidad, y componer todos en conjunto un cosmos unido. [...] Bajo la ley de isonomía, el mundo social adopta la forma de un cosmos circular y centrado, en el que cada ciudadano, precisamente porque es semejante a todos los demás, habrá de recorrer la totalidad del circuito, ocupando y cediendo sucesivamente, según el orden del tiempo, todas las posiciones simétricas que componen el espacio cívico”[40].

Aunque suele resultar difícil determinar los comienzos de un período histórico, el de la filosofía puede fijarse a comienzos del siglo VI en Mileto, Jonia. Se suele conceptuar este comienzo como un declinar del pensamiento mítico y el comienzo de un saber racional. Los primeros filósofos, los llamados “físicos” inauguran un nuevo modo de reflexión sobre la naturaleza (physis) “a la que toman por objeto de una investigación sistemática y desinteresada (historia) y de la cual presentan un cuadro de conjunto (theoría). “Para estos autores nada existe que no sea por naturaleza. Los hombres, la divinidad, el mundo forman un universo unificado, homogéneo, todo él en el mismo plano; son las partes o los aspectos de una sola y misma physis que pone en juego por doquier las mismas fuerzas, manifiesta la misma potencia vital”[41]. De modo semejante, los filósofos y científicos de los primeros siglos de la modernidad inauguran una nueva ciencia natural y social en la que todo hecho y toda realidad deben ser explicados sobre un fundamento racional. También en la modernidad se abandona la investigación de las causas sobrenaturales para concentrarse en las causas intramundanas. “También la ciencia –no sólo el arte- manifiesta este interés por la naturaleza como tal. Tal preocupación se manifiesta, entre otros casos, en el empeño de Leonardo da Vinci por estudiar esa constitución natural de los cuerpos, por ejemplo, en la estructura de los múscu­los del caballo o del hombre”. Tanto la naturaleza como la sociedad manifiestan un orden, una racionalidad, que es comprensible y cognoscible para todo hombre. Progresivamente, la scientia medieval fundada en la revelación va dando lugar a la nueva ciencia basada en la razón.

Vernant señala que mientras que en la Antigua Grecia el mito explicaba la experiencia cotidiana a partir de los actos ejemplares llevados a cabo por seres sobrenaturales en el tiempo originario, la filosofía explica los orígenes suponiendo las mismas causas y fuerzas que operan en la realidad cotidiana. “No es lo original lo que ilumina y transfigura lo cotidiano; es lo cotidiano lo que hace inteligible lo original, ofreciendo modelos para comprender cómo se formó y ordenó el mundo”[42]. Algunos autores piensan que entre mito y filosofía se da una ruptura, que no hay lazos de continuidad, que la aparición de la filosofía es una especie de milagro, un acontecimiento históricamente inexplicable. Otros, como Cornford, sostienen que hay una continuidad, que la filosofía “transpone en una forma laica y con un vocabulario más abstracto, la concepción del mundo elaborada por la religión. (...) se pregunta, con el mito, cómo se ha establecido el orden, cómo ha podido el cosmos surgir del caos”[43]. Sin embargo, Vernant cree que a pesar de las analogías no hay una verdadera continuidad entre el mito y la filosofía.

“Al cambio de registro, a la utilización de un vocabulario profano, corresponden una nueva actitud de espíritu y un clima intelectual diferente. Con los milesios, por primera vez, el origen y el orden del mundo adoptan la forma de un problema explícitamente planteado al que hay que dar una respuesta sin misterio, a la medida de la inteligencia humana, susceptible de ser expuesta y debatida públicamente ante la asamblea de los ciudadanos, como las demás cuestiones de la vida corriente. [...] Si es verdad que los milesios han partido del mito, es verdad también que han transformado profundamente la imagen del universo, lo han integrado en un cuadro espacial, ordenándolo según un modelo más geométrico. Para construir las cosmologías nuevas han utilizado las nociones que el pensamiento moral y político habían elaborado, han proyectado sobre el mundo de la naturaleza aquella concepción del orden y de la ley que, al triunfar en la ciudad, había hecho del mundo humano un kosmos[44].

En los mitos y a través del rito, el rey no domina solamente en la esfera social sino que también rige la marcha de los fenómenos naturales. La naturaleza no puede concebirse como un dominio autónomo con una ley inmanente. El mito continúa centrándose en el tema de la soberanía cósmica. “El mito no se pregunta cómo del caos ha surgido un mundo ordenado; responde a esta cuestión: ¿Quién es el dios soberano? ¿Quién ha conseguido reinar sobre el universo?

“Hay que subrayar que el término arkhé que hará carrera en el pensamiento filosófico, no pertenece al vocabulario político del mito. No es sólo que el mito quede adherido a expresiones más específicamente “reales”; ocurre también que la palabra arkhé, al designar indistintamente el origen en una serie temporal, y el primado en la jerarquía social, suprime aquella distancia en la cual se fundaba el mito”[45].

Los rasgos distintivos de las teogonías griegas, según Vernant, son: 1. El universo es una jerarquía de poderes, análogo a la estructura social, que expresa relaciones de fuerza entre agentes. 2. Ese orden resulta de la intervención de un agente y no del juego dinámico de los elementos. 3. El mundo está dominado por el poder excepcional de un agente único y privilegiado, en un plano superior.

“Lo que faltó [al mito] fue poder representarse un universo sometido al reino de la ley, un kosmos que se organizara imponiendo a todas sus partes un mismo orden de isonomía, hecho de equilibrio, reciprocidad y simetría”[46].

Si se quiere vislumbrar la magnitud del cambio producido por los milesios hay que sopesar la obra de Anaximandro, quien introduce un estilo nuevo en prosa e inaugura un nuevo género literario: historía perí physeos. Si bien es fácilmente reconocible la deuda de los jonios con la astronomía babilonia, sin embargo,

“por su aspecto geométrico, no ya aritmético, por su carácter profano, libre de toda religión astral, la astronomía griega se sitúa desde el primer momento en otro plano que la ciencia babilónica en la cual se inspira. Los jonios ubican en el espacio el orden del kosmos, representan la organización del universo, las posiciones, las distancias, las dimensiones y los movimientos de los astros, según esquemas geométricos.

“La geometrización del universo[47] físico implica un cambio total de las perspectivas cosmológicas; consagra el advenimiento de una forma de pensamiento y de un sistema de explicación que no tienen análogos en el mito. [...] Anaximandro sitúa el cosmos en un espacio matematizado constituido por relaciones puramente geométricas (...) en que lo alto y lo bajo, en su oposición absoluta, marcan niveles cósmicos que diferencian las potencias divinas y en que las direcciones del espacio tienen significaciones religiosas opuestas”[48].

“Su estructura geométrica confiere al cosmos una organización de tipo contrario a aquel que el mito le atribuía. Ningún elemento o porción del mundo es ya privilegiado a expensas de los demás, ningún poder físico está situado en la posición predominante de un basiléus que ejerza su dynasteia sobre todas las cosas. […] Es la igualdad y la simetría que de los distintos poderes que constituyen el kosmos lo que caracteriza el nuevo orden de la naturaleza. La supremacía pertenece exclusivamente a una ley de equilibrio y de reciprocidad constante. A la monarkhía la ha sustituido, en la naturaleza lo mismo que en la ciudad, un régimen de isonomía.

“El orden no es ya jerárquico; consiste en la conservación de un equilibrio entre potencias iguales, sin que ninguna de ellas deba obtener sobre las demás una dominación definitiva que acarrearía la ruina del kosmos. (...) El primado del ápeiron garantiza la persistencia de un orden igualitario fundado en la reciprocidad de las relaciones y que, superior a todos los elementos, les impone una ley común[49].

En la modernidad también se impone progresivamente la ley común (primero natural y luego civil) por sobre las diferencias naturales, de sangre, históricas e incluso religiosas. En Hobbes la ley se impone por la fuerza ante la imposibilidad de una regulación natural del antagonismo y la guerra. Desde su concepción libertad y ley se oponen. En Locke, en cambio, la libertad y la ley se identifican. Para este filósofo la ley no se impone contra la libertad (limitándola) sino desde la libertad de cada uno.

Pero Vernant advierte a continuación que la justicia de la polis griega no es estática, fija o inmóvil. Escribe:

“Por lo demás este equilibrio de poderes dista mucho de ser estático; oculta oposiciones, es el resultado de conflictos. Por riguroso turno, cada potencia, sucesivamente, domina, adueñándose del poder y luego retrocede, para cederlo en la proporción en que antes había avanzado. En el universo, en la sucesión de las estaciones, en el cuerpo del hombre, un ciclo regular hace pasar así la supremacía de uno en otro, ligando, como dos términos simétricos y reversibles, la dominación y la sumisión, la extensión y la retracción, la fuerza y la debilidad, el nacimiento y la muerte de todos los elementos.

“Constituido por dynameis (poderes, fuerzas) opuestas e incesantemente en conflicto, el mundo las somete a una regla de justicia compensatoria, a un orden que mantiene en ellas una exacta isotés. Bajo el yugo de esta diké igual para todos, las potencias elementales se asocian, se coordinan, en una fluctuación regular, a fin de componer, a pesar de su multiplicidad y su diversidad, un cosmos único”[50].

El nuevo orden geométrico, igualitario, surge y se impone en el plano de la ciencia, de la filosofía y de la sociedad:

“Pero la experiencia social no ha suministrado solamente al pensamiento cosmológico el modelo de una ley y de un orden igualitarios en lugar de la dominación omnipotente del monarca. El régimen de la ciudad nos ha parecido solidario de una concepción nueva del espacio, al proyectarse y encarnarse las instituciones de la polis en lo que podríamos denominar un espacio político”[51].

La nueva forma de vivir y de pensar sitúa el poder “en el medio”, en el espacio público y común, y no ya en el espacio cerrado del palacio real.

“El nuevo espacio social está centrado. El kratos, la arkhé, la dynasteia, ya no están situados en la cúspide de la escala social, sino que están depositados es mesón, en el centro, en medio del grupo humano. (...) El ágora, que realiza sobre el terreno ese ordenamiento espacial, constituye el centro de un espacio público y común. Todos cuantos penetran en él se definen, por ello mismo, como iguales, como isoi. En virtud de su presencia en ese espacio político, entran los unos con los otros en relaciones de reciprocidad perfecta. (...) Espacio centrado, espacio común y público, pero también espacio laicizado, constituido para la oposición, el debate, la argumentación”[52].

“Que este nuevo cuadro espacial haya favorecido la orientación geométrica que caracteriza la astronomía griega; que haya una profunda analogía de estructura entre el espacio institucional en el cual se expresa el cosmos humano y el espacio físico en el cual los milesios proyectan el kosmos natural, es lo que sugiere el cotejo de algunos[53] textos”[54].

Escribe Platón en el Gorgias:

“Tal es, a mi parecer, el objeto hacia el cual debe dirigir su conducta, encaminando todas sus acciones y las del Estado a este fin; que la justicia y la templanza reinen en el que aspira a ser dichoso. Y es preciso guardarse de dar rienda suelta a sus pasiones, de esforzarse en satisfacerlas, lo cual es un mal que no tiene remedio, y se expone a pasar una vida de bandido. En efecto, un hombre de esta clase no puede ser amigo de los demás hombres ni de los dioses; porque es imposible que tenga ninguna relación con ellos, y donde no existe relación, no puede tener lugar la amistad (philía). Los sabios, Calicles, dicen que un lazo común (koinonía) une al cielo con la tierra, a los dioses con los hombres, por medio de la amistad, de la moderación [ordenamiento] (kosmiotes), de la templanza (sophrosyne) y de la justicia (dikaiotes); y por esta razón, querido mío, dan a este universo el nombre de orden y no el de desorden o licencia (hybris). Pero con toda tu sabiduría me parece que no fijas la atención en esto, puesto que no ves que la igualdad geométrica (geometrike isotes) tiene mucho poder entre los dioses y los hombres. Así, crees que es preciso aspirar a tener más que los demás y despreciar la geometría.”[55]

“La escuela de Mileto no vio nacer la razón; ella construyó una razón, una primera forma de racionalidad. [...] De hecho es en el plano político donde la razón, en Grecia, se ha expresado, constituido y formado primeramente. [...] Para el griego el hombre no se separa del ciudadano, la phronésis, la reflexión, es el privilegio de los hombres libres, que ejercen correlativamente su razón y sus derechos cívicos”[56]. Vernant argumenta que este rasgo que caracteriza a la razón griega (el ser esencialmente política) es lo que la diferencia de la razón moderna experimental, orientada a la explotación del medio físico, al dominio de la naturaleza. “La razón griega no se ha formado tanto en el comercio humano con las cosas, cuanto en las relaciones de los hombres entre sí. (...) La razón griega es la que en forma positiva, reflexiva y metódica, permite actuar sobre los hombres, no transformar la naturaleza. Dentro de sus límites, como en sus innovaciones, es hija de la polis[57]. ¿Puede decirse que la razón moderna es hija del absolutismo? ¿O del mercado? ¿Se da en la modernidad una inversión en la relación entre sociedad y razón? ¿Es la nueva sociedad hija de la razón?

La filosofía antigua y el pensamiento moderno

En El inicio de la sabiduría[58], H. G. Gadamer desarrolla el tema de la relación entre la filosofía griega y el pensamiento moderno, señalando las diferencias entre una y otra concepción.

En primer lugar, aclara que el término “filosofía” está asociado en la modernidad con una actividad especializada mientras que en la antigüedad la palabra “mentaba todo lo que tuviera interés teórico y, por ello, científico”[59]. Para los griegos y la filosofía de los griegos, el hombre se encuentra en su propia casa en el mundo y éste es, en consecuencia, comprensible. En las antípodas, para el hombre moderno el mundo es dominable. “Ésta [la transformación del mundo comprensible en el mundo dominable] fue la gran irrupción que comenzó en el siglo XVII con la creación de la mecánica galileana, la reflexión de la nueva voluntad y el nuevo camino de conocimiento por los grandes investigadores y pensadores de esa centuria. El mundo se convierte ahora en objeto de una investigación metodológica por el planteamiento de la moderna ciencia experimental, concebida matemáticamente y que trabaja abstrayendo y aislando.[60] Conocer no es ya comprender el mundo en el que se vive, sino lo que se puede reproducir. Para los antiguos griegos, vivir en el mundo y comprender el mundo no supone ni implica relación alguna con los “objetos” o con la “objetividad”. A tal punto esto es así, que carecían de una palabra o de un concepto para hacer referencia a ello. Tenían una palabra para hacer referencia a las “cosas” (no a los objetos), que era pragma, “es decir, aquello con lo que se está enredado en la práctica de la vida, lo que no se opone y se enfrenta, pues, como algo a superar, sino aquello en lo que nos movemos y con lo que tenemos que ver[61].

La diferencia radical entre la concepción antigua y la moderna puede percibirse a partir del concepto de “objeto” y de “objetividad”[62] y de los límites del conocimiento objetivo. Gadamer lo expresa así: “La cuestión que nos plantea la tradición y la herencia antiguas es la de hasta qué punto hay una frontera para esta empresa de objetivación. ¿No hay una inobjetualidad de principio que, con una necesidad interna a la cosa, se sustrae al acceso de la ciencia moderna? Quisiera intentar ilustrar con algunas pruebas que de hecho, el legado actual y permanente del pensamiento griego es ser consciente de las fronteras de la objetivación[63].

El pensamiento griego hace manifiestas las fronteras de la empresa de objetivación. Dichos límites son perceptibles en los intentos modernos de comprender ciertas realidades concretas como, por ejemplo, (1) el cuerpo, (2) la libertad, (3) la autoconciencia o (4) el lenguaje.

(1) Gadamer observa que hay una experiencia del cuerpo que es vital y singular, que no es objetiva ni necesita objetivarse. El cuerpo como algo que sale al encuentro del ser humano, como algo que está enfrente, como algo ob-jeto, sólo se hace notar como una perturbación, como un malestar, como una enfermedad, como padecimiento y dolor. Sólo entonces surge el esfuerzo por dominar el malestar por medio de la objetivación. La objetivación, el vivir el cuerpo como objeto, “es un conflicto que experimenta todo el que se ve alguna vez en la situación del objeto, en la situación del paciente tratado con medios técnicos”[64].

(2) Algo análogo ocurre con la libertad del hombre. Kant muestra que la libertad no puede conocerse ni demostrarse con las facultades del sujeto de conocimiento, argumenta que no es posible una ciencia de la libertad. Gadamer advierte que la libertad sólo se puede comprender desde los conceptos antiguos de ethos (costumbres, forma de vida) y philía (amistad, solidaridad). Cuando se trata de conocer la libertad como un rasgo del sujeto enfrentado a los objetos, se termina en aporías y contradicciones.

(3) El tercer concepto propuesto por Gadamer es el de la autoconciencia. Para la modernidad cartesiana la autoconciencia es la evidencia última sobre la que se basa y fundamenta la ciencia en su totalidad. Sin embargo, la obra de Nietzsche, las investigaciones de Freud o los resultados de la crítica social y la crítica de las ideologías muestran que puede ponerse en duda “que la autoconciencia posea el primado incuestionado que le atribuye el pensamiento moderno”[65].

(4) Finalmente, “el lenguaje es uno de los fenómenos más contundentes de inobjetualidad, en la medida en que un autoolvido esencial caracteriza al carácter de ejecución del hablar. Hay siempre una deformación técnica cuando la tematización moderna del lenguaje ve en éste un instrumentario, un sistema de signos, un arsenal de recursos comunicativos, como si estos instrumentos o medios de hablar, palabras y expresiones, estuvieran preparados en una especie de reserva y sólo hubiera que aplicarlos a algo con lo que uno se encuentra. Aquí la contraimagen griega es de una evidencia avasalladora”[66].

“En el hablar sobre las cosas, las cosas existen ahí; en el hablar unos con otros se estructura el mundo y la experiencia del mundo que tiene el hombre, no en una objetivación que, frente a la transmisión comunicativa de las intelecciones de uno a las intelecciones de otro, invoca la objetividad y quiere ser un saber para todo el mundo. La articulación de la experiencia del mundo en el lógos, el hablar unos con otros, la sedimentación comunicativa de nuestra experiencia del mundo, que lo abarca todo lo que podemos intercambiar unos con otros, forman una forma del saber que, junto al gran monólogo de las ciencias modernas y su creciente acopio de potencial de experiencia, representa todavía la otra parte de la verdad.”[67]

En conclusión, para Gadamer, el rasgo esencial de la ciencia moderna es su objetivación de lo real. Esta relación fundamental con el mundo como objeto impregna y contamina todas las relaciones sociales, culturales y cognoscitivas.

El concepto de lo “moderno”

Como se ha mostrado en un trabajo anterior[68], siguiendo al historiador del pensamiento Alexandre Koyré, la historia no da saltos bruscos ni pueden percibirse netas divisiones en períodos y épocas, que no existen más que en manuales escolares. Sin embargo, “los cambios imperceptibles desembocan en una diversidad muy clara”[69]. Toda periodización histórica es, por tanto, relativa y está sujeta a objeciones. No obstante, a fin de diferenciar el mundo que se abre en la época moderna es posible delinear algunos rasgos característicos. Para comprender el mundo antiguo y el medieval, es necesario hacer un esfuerzo de acercamiento, porque estas concepciones son lejanas y extrañas a los supuestos y categorías que rigen el mundo actual. Para comprender el período moderno es necesario hacer un esfuerzo inverso, que consiste en tomar distancia respecto a lo que resulta cercano e inmediato.

El primer rasgo que caracteriza a la modernidad es que se manifiesta como una época de ruptura de los límites que definen a la Antigüedad. Touraine dice que “la modernidad es la antitradición, la inversión de las convenciones, costumbres y creencias, la salida de los particularismos y la entrada en el universalismo, o también la salida del estado de naturaleza y la entrada en la edad de la razón”[70].

La Europa cristiana medieval era un mundo que tenía límites objetivos y subjetivos: a) Objetivamente era una región rodeada por el Islam, que dominaba el mar Mediterráneo, cerraba el tránsito hacia el Oriente, hostigaba las costas e, incluso, ocupaba territorios continentales (como la mayor parte de la península ibérica y el norte de África). Mientras que por el occidente Europa estaba limitada por el Océano Atlántico (el mar «Desconocido», no navegado y que, según la creencia generalizada, conducía al Abismo). El mundo medieval estaba objetivamente limitado dentro del territorio circunscrito por el mar Mediterráneo. De manera análoga, el modo de pensamiento desde el que se comprendía este mundo cristiano medieval estaba limitado y se expresaba en la concepción astronómica anti­gua, construida a partir de la filosofía de Aristóteles y de la física de Ptolomeo.

“b) Subjetivamente (es decir, en la conciencia) había una voluntad de síntesis. El hombre medieval trataba de sintetizar cielo y tierra. Había un orden en el que el hombre se sabía como criatura de Dios, cum­pliendo con una misión específica en el plan de salvación. El mundo medieval era concebido como un universo cerrado, objetivamente ordenado, donde había una certeza o seguridad subjetiva del lugar que le correspondía al hombre y a las criaturas.

“La modernidad se manifiesta como la disolución y la destrucción de este mundo finito y cerrado de la cristiandad medieval y como la promesa de un universo y de un hombre nuevos, los que deben ser creados volviendo la espalda al pasado”[71].

El mundo moderno cambia objetivamente: ya no está cerrado. Los marinos ibéricos inician la navegación de la costa africana y del Océano Atlántico, hasta que con vuelta al globo terráqueo realizada por Magallanes, el planeta entero se unifica en un mundo. Con ello es posible, por primera vez, pensar una historia “universal”, una historia “planetaria”, una “globalización” histórica.

Como consecuencia, no sólo se comprobó la validez de la hipótesis copernicana, sino que el océano Atlántico se incorporó al “mundo” europeo, afianzando la hegemonía de las naciones como España y Portu­gal (primero), Holanda e Inglaterra (después) cuyas costas son bañadas por dicho océano. La conciencia del “Nuevo Mundo” se incorporó a las naciones euro­peas como una ampliación multidireccional del mismo mundo. Amelia Podetti describe esta conciencia del siguiente modo:

“En el pensamiento que progresivamente se impone a partir del siglo XVII, América no plantea el problema de que con su aparición el mundo se ha revelado como algo distinto (lo que supone la transformación de todas las categorías para pensarlo) sino sólo el tema de en qué consiste, cómo es, ese agregado que los europeos han incorporado al mundo existente; lo que se ha descubierto es simplemente otro pedazo del mundo conocido y no un mundo descono­cido en su verdadera forma y dimensiones para los hombres preco­lombinos: los antiguos, los medievales y los americanos precolom­binos. Pareciera que, justamente, cuando el mundo se universali­za, -y por obra de Occidente- el pensamiento occidental se parti­culari­za, se reduce, manteniéndose en los viejos límites medite­rráneos, pese a su pretensión de universalidad”.

“Pareciera manifestarse aquí una forma de ese conflicto trágico que simultáneamente desgarra e impulsa a la modernidad: al mismo tiempo que concibe el universo infinito y abierto frente al mundo finito y cerrado del pensamiento antiguo y también medie­val -aunque aquí ya late todavía no pensado, pero sí creído y plasmado, por ejemplo en las catedrales, el sentimiento de lo infinito-, sigue pensando el planeta en los viejos límites y la vieja estruc­tura marcados por el Mediterráneo; la razón moderna piensa sí el universo como infinito, pero no la tierra como una totalidad”[72].

El historiador de la economía H. Denis, por su parte, muestra que

“el comercio lejano fue el que abrió inicialmente los mercados de la producción capitalista y promovió su desarrollo [...] En este proceso comple­jo, el comercio lejano tuvo un papel inicial insus­tituible[73]. […] Para completar el cuadro del capitalismo naciente, hay que señalar, claro está, que se caracterizó por el desarrollo del antagonismo entre los principales Estados avanzados de Europa occidental y por la extensión de la empresa de brutal dominio de Europa sobre el resto del mundo. Si bien es cierto que los mercan­tilistas no disimularon estos hechos, no por ello parecieron sospechar las alienaciones que comportaban, en especial la alienación de los pueblos colonizados, como consecuencia de la lucha llevada a cabo contra sus instituciones y su cultura propias, así como de los procedimientos de «hacer rentables» los recursos de sus territo­rios (que implican particularmente la implantación de un sistema esclavista de producción en varias regiones del mundo).

Los conquistadores europeos de la primera ola colonial se dedicaron en primer lugar, al pillaje sistemático de los territo­rios descubiertos. Cuando quisieron establecer una explotación más regular de los recursos de aquellos territorios, se encontraron con el problema de la escasez de mano de obra. Para resolverlo, no se les ocurrió nada mejor que la esclavitud y organizaron el importante y lucrativo tráfico de esclavos que pobló de negros una parte de América.

Los españoles en América, se arrogaron el derecho de reducir a esclavitud a los indígenas que resisten a la conquista, a la propagación del evangelio o al establecimiento de un comercio regular. Utilizaron asimismo distintas formas de trabajo forzado. Pero, como esto no bastaba, recurrieron a los esclavos negros importados de África”[74].

Esta “apertura” del mundo antiguo no se hizo sin conflictos. Los metales preciosos traídos de América devaluaron la moneda, hicieron subir los pre­cios y produjeron un profunda crisis que arruinó a la antigua nobleza terrateniente. Por otro lado y al mismo tiempo, surgieron los nuevos secto­res enriquecidos por el comercio que utilizaron sus ganancias para comprar las tierras y transformarlas en zonas de pastoreo, expul­sando a los campesinos, que tuvieron que emigrar las ciudades para ser emplea­dos en las manufacturas (cuando no fueron extermi­nados por los gobiernos[75]).

Al multiplicarse los intercambios, se requirió de la moneda como medio para realizar las transacciones y también una acumulación de capital y mayor seguri­dad para el comercio. Estos factores contribuyeron al crecimiento de las ciudades y sus merca­dos[76]. Ligada al crecimiento de las ciudades surgió la nueva clase social burguesa, cuya conciencia está ligada a los primeros pensadores de la modernidad.

La transformación de la concepción del tiempo y del espacio

“El tiempo en el mundo cristiano medieval era concebido de modo fundamentalmente cualitativo; no era algo uniforme; sus características cambiaban. Así, había días sagrados (santos) y días profanos (no santos), había días en los que se rememoraba a los muertos, días en que se festejaba a los santos, etc.. Cada día tenía características propias y distintas: era fasto o nefasto; el tiempo traía consigo buena o mala suerte. No sólo los días, sino también las horas tenían características especiales: había horas determinadas dedicadas a las oraciones, a las celebra­ciones, al trabajo y al descanso. El tiempo era cualitativo. No era una unidad de medida abstrac­ta y uniforme sino variable, de acuerdo con las posibili­dades que brindaba al hombre. Había un tiempo para cada cosa y cada momento tenía sus características propias, singulares.

Con la modernidad se inventaron nuevas «máquinas» y la primera máquina que se desarrolló fue el reloj. “El reloj -dice Lewis Mumford-, no la máquina de vapor, fue la máquina-clave de la moder­na edad industrial. En cada fase de su desarrollo el reloj fue a la vez el hecho sobresaliente y el símbolo típico de la máquina: incluso hoy ninguna máquina es tan omnipresente”[77]. El reloj fue la condición de una transformación cultural fundamental: la uniformización del tiempo, ya que lo convirtió en una unidad medible, exacta y objetiva, igual para todos. “El concepto mecánico del tiempo surgió en parte de la rutina del monasterio” -fundamentalmente en la gran «orden trabajadora» de los benedictinos[78].

De este modo, el tiempo se transformó en una cantidad, ya no era más algo cualitativo. Sin reloj, el tiempo era «subjetivo», cada uno vivía el tiempo de una manera singular y cada uno tenía una rela­ción particular con el tiempo, a partir de la cualidad del mismo. Pero a partir de la invención del reloj, el tiempo se convirtió fundamentalmente en un número, en una cantidad, en algo que se podía «ahorrar», y también «utilizar». A partir de aquí, fue posible hacer economía de tiempo, el que como cantidad se convirtió en intercambiable por cantidades equivalentes. La cuantificación del tiempo estableció una unidad de medida objetiva para la producción. Como dijo Franklin en el siglo XVIII: “Time is money” (el tiempo es dinero). “Fue este marco abstracto del tiempo dividido el que se hizo cada vez más el punto de referencia tanto para la acción y la producción como para el pensamiento”[79], invirtiendo la rela­ción entre lo orgánico y el tiempo: hasta las funciones orgánicas llegaron a regularse por el tiempo abstracto (se come no al sentir hambre, sino «a la hora de comer»).

Este proceso representó un cambio fundamental en la concien­cia del hombre y fue una condición indispensable para la sociedad industrial, pues la fábrica como unidad productiva no podría funcionar sin un tiempo uniforme que ordene los horarios de traba­jo, organice el transporte y sincronice la producción. “El efecto del reloj mecánico –escribe Mumford- es más penetrante y estricto [que el del ritmo musical]: preside todo el día desde el amanecer hasta la hora del descanso. Cuando se considera el día como un lapso abstracto de tiempo, no se va uno a la cama con las gallinas en una noche de invierno: uno inventa pabilos, chimeneas, lámpa­ras, luces a gas, lámparas eléctricas, de manera de aprovechar todas las horas que pertenecen al día. Cuando se considera al tiempo, no como una sucesión de experiencias, sino como una colec­ción de horas, minu­tos y segun­dos, aparecen los hábitos de acre­centar y ahorrar el tiempo. El tiempo cobra el carácter de una espacio cerrado: puede dividirse, puede llenarse, puede incluso dilatarse mediante el invento de instrumentos que ahorran tiempo. El tiempo abstracto se convirtió en el nuevo ámbito de la existen­cia[80].

Con la concepción del espacio sucedió algo análogo a la transformación que sufrió el concepto de tiempo. También el espacio medieval era cualitativo: cada lugar se identificaba con su cualidad. Los espacios se ordenaban de acuerdo con símbolos y valores: el lugar de la iglesia, el del cementerio, el de la feria, etc.. Esta representación del espacio se puede ver en los pintores de la época: cuando un pintor medieval componía su obra no mani­festaba el espacio tal como nosotros lo vemos (es decir, en pers­pectiva), sino que lo organizaba a partir del símbolo de los elemen­tos que componen ese espacio. Así, por ejemplo, el mayor tamaño simboli­zaba mayor importancia o jerarquía.

En un cuadro de un artista moderno, el tamaño de las figuras depende de las distancias que tienen desde el observador (en esto consiste la perspectiva): si la figura está más alejada es de menor tamaño, si está más cerca, es mayor. Para el medieval, la figura de mayor tamaño era la más importante (el rey, el señor, el santo), aunque estuviera al final de la composición y la figura más pequeña representaba la menor dignidad o importancia (el siervo, el campesino, etc.), aunque estuviera más cerca del observador. No se tenían en cuenta las distancias relativas al observador (leyes de la perspectiva) sino el símbolo y el valor de las figuras representadas. En las pinturas medievales se encuentra un espacio cualitativo de significados. La perspectiva convirtió la relación simbólica de los seres en una relación visual, que a su vez se convirtió en una relación cuanti­tativa de magnitudes[81].

Para la modernidad, el espacio es un sistema de coordenadas. Por ejemplo, en geometría, las coordenadas cartesianas ortogonales son un sistema por el cual es posible ubicar las cosas en el espacio; las cosas se definen por el lugar que ocupan en el espacio, pero ese lugar no está dado por el significado de las figuras que se ordenan, sino por un cierto número, una cierta distancia a otro elemento, una canti­dad, una magnitud. Es un espacio matemático, un espacio de distan­cias. “El nuevo interés por la perspectiva -observa Mumford- llevó profundidad al cuadro y distancia a la mente[82]. Llevó distancia a la mente porque supone un proceso previo de abstracción consistente en reducir el espacio simbólico cualitativo a un espacio cuantitativo de magnitudes.

Espacio y tiempo formaban para el hombre medieval, dos sistemas rela­tivamente independientes. Por ello, el concepto de «anacronismo» no tiene sentido para la comprensión del arte medieval: pinturas sobre hechos de la vida de los santos, que representan escenas ocurridas en épocas pasa­das, son ambientadas en una época y lugar contemporáneos al pin­tor. Con la modernidad, el tiempo medido por el reloj se reforzó con el espacio medido en perspectiva y con la confección de mapas más precisos por los cartógrafos. La cuantificación del tiempo y del espacio se extendió a todos los ámbitos de la vida, y los nuevos instrumentos de medición, potenciaron nuevos inventos: medición de latitudes, nuevas cartas de navegación, la invención del cañón (y la modernización de la guerra), etc. “En la medición del tiempo, en el comercio, en la lucha, los hombres contaron números, y final­mente, al extenderse la costum­bre, sólo los núme­ros contaron”[83].

La historia (reciente) de la razón

F. Chatelet se propuso desarrollar una historia de la razón[84]. En establece momentos o épocas con rasgos particulares. Así en la filosofía surgida en los siglos XVI y XVII está indisolublemente ligada a la aparición de la ciencia. “Ahora la filosofía no se va a nutrir de la realidad política sino de las profundas transformaciones de la concepción de la naturaleza.”[85]

Una serie de progresos realizados en los siglos precedentes se “radicalizan brutalmente” en lo que se llama “Renacimiento” y que debiera llamarse “apari­ción” o “afloramiento” de la modernidad. Ello ocurre cuando se producen los grandes descubrimientos, fundamentalmente, América y la imprenta. Sin embargo, Chatelet opina que hay que insistir sobre la importancia de la Reforma y la aparición de la física, que produjeron una mutación en el interés de los hombres[86]. Esta mutación puede ser ejemplificada con los efectos producidos por la imprenta:

“Imaginémo­nos la transformación en la difusión del libro. Hasta entonces, los libros existían en muy pequeño número, se acostumbraba a leerlos en voz alta, de tal modo que, aun cuando estuviera solo, el lector se había habituado a leer en voz alta el libro que tenía ante los ojos. […] Con la multipli­cación de los libros, se empieza a leer con los ojos. Ya no se lee el texto hablando, sino que se lo descubre directamente, visualmente. Así, en cierto modo, el libro toma un aspecto más abstracto. El ojo es un explorador más delicado -Aristóteles ya lo decía en el siglo IV a.C.- que el oído. (…) El desarrollo de la civilización urbana, del artesanado, la radicalización y la aplicación técnica de todas las invenciones de la Edad Media. Todos estos elemen­tos determinan que se produzca una conmoción en la concepción del mundo.”[87]

Ya antes de Copérnico se fue imponiendo poco a poco la idea de simplificar las cosas, ligada al argumento metodológico medieval que afirma que la mejor hipótesis es la hipótesis más simple, la que apela al menor número posible de entidades explicativas. Copérnico, siguiendo la hipótesis de Aristarco de Samos, que en el siglo III a. C. había sostenido que el Sol se encontraba en el centro del universo, Copérnico se ocupa de argumentar mostrando la mayor simplicidad de su posición. “Su hipótesis posee la ventaja de ser más simple. Además, puede ser expresada en lengua matemática. Tiene ya una expresión geométrica”[88]. Galileo continúa la perspectiva copernicana. Su proposición fundamental es que el mundo es uno. Esta unificación se realiza con métodos nuevos, como el conseguido por el gran desarrollo de la matemática desde la segunda mitad del siglo XV, lo que permite apropiarse desde un marco nuevo de los descubri­mientos realizados por los griegos o por los árabes en los siglos anteriores. “Entonces la matemática se constituye como un corpus de conjunto que tiene sus reglas, su lenguaje, y que ofrece la imagen de una racionalidad integral, transparente”[89].

El proyecto copernicano y galileano alcanza una justificación filosófica con Descartes, quien “popularizó la nueva física y condujo el combate en los medios intelectuales para que fuera aceptada a pesar de la condena que había alcanzado a Galileo”[90]. El proyecto fundamental de Descartes puede ser expresado en sus propias palabras: “hacer al hombre dueño y poseedor de la naturaleza”[91].

A continuación, Chatelet señala “cómo los principales conceptos en el origen de la invención del Estado como potencia soberana son heredados de la teología”. Hace referencia a las ideas de soberanía y de autoridad, formadas “muy lentamente entre los papas y los emperado­res. De la misma manera, un concepto muy activo como el de contrato ha sido elaborado en las comunas comerciales del valle del Rhin, al igual que en las comunidades monásticas”[92]. Sin embargo, también en el ámbito político se puede percibir una ruptura. “La unidad de la sociedad, lo que asegura a la vez su ser y su mantenimiento, su perduración, es la política, y la política es sobre todo un acto. Para que haya una sociedad una, es necesario un acto fundador”[93]. Aquí está la impronta de Maquiavelo, quien se preocupa fundamentalmente por los medios de mantenimiento del poder, por la duración. Marcilio de Padua y Bodin, antes que Maquiavelo, habían sostenido la separación del mundo espiritual y del mundo temporal.

Chatelet muestra también el surgimiento de un nuevo orden económico, derivado de la multiplicación de las manufacturas y de la expansión del comercio. Las nuevas relaciones sociales tienen “efectos políticos” que conmocionan el orden institucional: “El pueblo de Londres, erigiéndose en juez, realiza un acto extraordinario: un rey por derecho divino, que ha sido consagrado en la gran catedral, es decapitado”[94]. Este “acto extraordinario” hace surgir la cuestión de la soberanía legítima. “Y ella deman­da la elaboración de una teoría política”, que será construida por Hobbes y por Locke. Después de señalar los aportes de estos autores a la teoría política nueva (soberanía del Estado, derechos naturales, estado de derecho), Chatelet concluye: “Entonces vemos que aquellos pensadores razonan dentro de la óptica de la revolución copérnico-galileana. Naturaleza es lugar de inteligibilidad”[95].

La invención de la imprenta y las transformaciones de la modernidad

En La Galaxia Gutemberg[96], M. McLuhan busca generalizar las hipótesis de Albert Lord en su libro The singer of Tales y de Milman Parry en sus estudios sobre Homero, ofreciéndonos una lectura de la tradición que invierta la perspectiva del mundo occidental alfabetizado, que se supone “normal”. Según Parry, la poesía oral y la escrita siguieron modelos y funciones diferentes. La forma de la poesía oral depende de que es aprendida y practicada sin saber leer ni escribir. Nos ayuda a comprender nuestra era eléctrica en la que estamos entrando. Hay un paralelo entre el pasaje que vivieron los isabelinos ingleses y el cambio de época que estamos viviendo (aunque inverso, porque los isabelinos [Shakespeare, Siglo XVI, Barroco] pasan de la interdependencia corporativa al individualismo, y nosotros [los hombres del siglo XX] pasamos del individualismo a la aldea global). La era eléctrica (con su interdependencia) se opone a la era mecánica y tipográfica[97] de los últimos cinco siglos (con su individualismo). Son formas de sociedad y experiencia contrapuestas.

La Galaxia Gutemberg investiga cómo las formas de experiencia, la perspectiva mental y la expresión fueron alteradas (1) con el alfabeto fonético[98] y (2) con la imprenta. Las formas de pensamiento se corresponden con las formas de organización de la experiencia social y política. La organización de la sociedad “oral” es diferente de la de la sociedad “escrita”. Esta diferencia sólo se hace visible en un momento de tránsito como el que vivimos. Lo importante es el cambio de la estructura social, que es paralelo al económico; donde se pasó del trueque al intercambio con dinero. La época de la electricidad es post-alfabetizada, semejante a las formas y estructuras de interdependencia humana y de expresión “orales”.

Para McLuhan, el hombre se define como un animal que construye instrumentos, como son el lenguaje, la escritura o la radio[99]. El lenguaje es un instrumento en función de la comunicación, es exteriorización de sentimientos e ideas. La construcción de nuevos instrumentos acrecienta ciertas capacidades, sentidos o facultades del hombre, pero al mismo tiempo “extorsiona” otras. Las técnicas y las artes pueden ser consideradas extensiones de las capacidades corporales. McLuhan sigue la hipótesis de White en La ciencia de la cultura (hipótesis contraria a la de Lévi-Strauss en Tristes trópicos) quien sostiene que la función básica del lenguaje es hacer posible la acumulación de experiencias y conocimiento.

La extensión de nuestros sentidos se hace al precio de constituir sistemas cerrados. Mientras que los sentidos corporales son sistemas abiertos porque la conciencia traduce unos en otros, las herramientas tecnológicas constituyen sistemas cerrados incapaces de interacción o conciencia colectiva. Así como la imagen de la física tradicional (cartesiana o newtoniana) era mecánica y compatible con un espacio y tiempo absolutos, la física actual ya no puede partir de tales supuestos.

El cuestionamiento de los supuestos newtonianos (espacio y tiempo absolutos) o de los supuestos materialistas (átomos) se debe a un cambio en la forma ordinaria de hablar y actuar motivado por la adopción de nuevos instrumentos. La unilinealidad de los procesos ha sido reemplazada por una multilinealidad.

El desarrollo de un “punto de vista” histórico está relacionado con los sistemas cerrados como el de la tipografía. Como contraste, McLuhan cita a Tocqueville como ejemplo de otra forma de hacer historiografía, donde el mundo es pensado en su conjunto como campo abierto. El método de Tocqueville es semejante al planteado por el biólogo Young, donde el cerebro provee de “centros de interacción o lugares de mezcla, lo que nos permite reaccionar ante el mundo en su conjunto”[100].

También la obra de Popper[101] estudia la destribalización del mundo antiguo y la retribalización del mundo moderno, aunque no tiene en cuenta la dinámica de nuestros sentidos como factor en la apertura o cierre de las sociedades. Para Popper[102] las sociedades tribales son sociedades cerradas que tienen una unidad biológica, mientras que las sociedades modernas son abiertas y funcionan en gran parte por medio de relaciones abstractas, tales como el intercambio y la cooperación. La hipótesis de McLuhan es que la abstracción o la apertura de las sociedades es producto del alfabeto fonético y no de cualquier otra forma de escritura o de tecnología. Si las sociedades cerradas son el resultado de las tecnologías basadas en el lenguaje hablado, el tambor y el oído, entonces las sociedades modernas “eléctricas” integran a todos los hombres en una sola aldea global.

La abstracción o apertura de las sociedades es obra del alfabeto fonético. “La interiorización de la tecnología del alfabeto fonético traslada al hombre desde el mundo mágico del oído al mundo neutro de lo visual”. Mientras que los sentidos corporales eran abiertos, la extensión tecnológica de los sentidos los hizo cerrados y ahora se requiere volver a abrirlos porque son simultáneos y globales.

Los africanos “analfabetos” parten en su educación de una concepción orgánica donde cada uno es parte de un todo (familia, clan) al que está totalmente subordinado por lo que no pude pensarse como una unidad independiente que confía en sí mismo. La limitación impuesta a lo intelectual (supresión de su vida mental y personal) se compensa con una gran libertad temperamental, para expresar sus sentimientos. Su educación depende mucho más de la palabra hablada, cargada de elementos dramáticos y emocionales. El occidental depende de la conformación visual de las relaciones espacio-temporales para pensar y percibir un orden causal mecánico. “En cualquier medio occidental, el niño está rodeado por una tecnología visual, abstracta y explícita, de tiempo uniforme y espacio continuo, en los que la “causa” eficiente y trascendente, y en los que las cosas se mueven y ocurren, por orden sucesivo, en planos únicos”[103]. La producción libre de ideas sólo es posible cuando se ha separado la palabra de la acción, cuando de los pensamientos verbales no se sigue necesariamente un “poder de la palabra”, de lo contrario la sociedad debe impedir (coerción social) todo pensamiento independiente en razón del riesgo que representa para el orden social.

McLuhan pone a El rey Lear como ejemplo de la nueva forma de pensamiento. La tragedia de Shakespeare expresa la idea de que “el aislamiento del sentido visual como una especie de ceguera”. Se expresa allí el surgimiento de la perspectiva, de la especialización[104], una “nueva estrategia de cultura y de poder” que afecta al Estado, a la familia y a la psiquis individual. Esta nueva actitud hace posible la idea de la “delegación de la autoridad central”. “En tanto que la función del monarca feudal había sido inclusiva (...) el príncipe del Renacimiento tendió a constituirse en un centro exclusivo de poder, rodeado de súbditos individuales”[105] [en los que delega funciones específicas]. “Shakespeare explica minuciosamente que el principio mismo de la acción es la división en segmentos especializados[106].

“Posiblemente –dice McLuhan-, uno de los efectos de la tecnología de Gutenberg haya sido la separación de los sentidos y la consiguiente interrupción de su interacción en sinestesia táctil”[107]. Con la perspectiva, aparecen las “secuencias continuas, lineales y uniformes del tiempo, el espacio y las relaciones personales”, que caracterizarán los siglos siguientes[108]. En contraposición, lo que caracteriza la concepción anterior es la “fidelidad a un papel”, el tener un lugar en la totalidad orgánica y armónica de lo real, en la “cadena del ser” (Ch. Taylor). La perspectiva, la “selección arbitraria de una posición estática particular crea un espacio pictórico con un punto de fuga”.

“Con la preocupación, interiormente intensificada, por uno solo de los sentidos, el principio mecánico de abstracción y repetición surge en forma explícita. Tecnología es lo explícito, como dijo Lyman Bryson. Y a lo explícito, a lo claro y lúcido, se llega desmenuzando las cosas una a una, los sentidos uno a uno, las operaciones mentales o físicas una a una”[109]. Esto es lo que Hegel considera propio del “entendimiento”: su capacidad de analizar, de separar, de desmembrar[110]. Para McLuhan, las operaciones del entendimiento tienen como condición la tecnología del alfabeto fonético y de la imprenta.

La escisión entre el mundo mágico del oído y el mundo neutro del ojo hace posible la aparición del individuo destribalizado[111]. En las épocas anteriores a la modernidad, el individuo es una parte insignificante de un organismo mucho mayor –la familia y el clan- y no una unidad independiente que confía en sí misma. Esta limitación intelectual (en el uso del intelecto o entendimiento) se compensa con una gran libertad en el nivel temperamental.

Las culturas “analfabetas” viven en un mundo de sonidos, cargados de significados directos y personales, un mundo hiperestético y caliente, en el que las palabras tienen poder, tienen la fuerza de imponer lo que significan (fuerza mágica). “Por supuesto que, cuando las palabras se escriben, pasan a formar parte del mundo visual. Como la mayor parte de los elementos del mundo visual, devienen cosas estáticas y, como tales, pierden el dinamismo tan característico del mundo auditivo en general y de la palabra hablada en particular”[112]. “Lo visual es lo explícito, lo uniforme, lo secuencial; en pintura, en poesía, en lógica, en historia. Los modos analfabetos son implícito, simultáneos y discontinuos”[113].

“La escritura fonética separó el pensamiento de la acción”[114]. No es la escritura (pictográfica, ideográfica o jeroglífico) la que produce la destribalización, sino el alfabeto fonético, que separó el significado del sonido y relacionó los sonidos con un código visual (letras)[115]. “Solamente el alfabeto fonético produce la ruptura entre el ojo y el oído, entre el significado semántico y el código visual; y así, sólo la escritura fonética tiene el poder de trasladar al hombre desde un ámbito tribal a otro civilizado, de darle el ojo por el oído”[116].

Las revoluciones se producen no inmediatamente a la extensión técnica de un sentido sino en una fase posterior cuando se “ajusta toda la vida social y personal al nuevo modelo de percepción establecido por la nueva tecnología”[117].

Edgard Allan Poe escribió que “«es cierto que el simple acto de redactar tiende en gran medida a hacer lógico el pensamiento». La escritura lineal y alfabética hizo posible la súbita invención de «gramáticas» del pensamiento y de la ciencia por los griegos. Estas gramáticas o deletreos explícitos de procesos sociales y personales fueron visualizaciones de funciones y relaciones no visuales”[118].

“Los presocráticos todavía tuvieron, en general, una cultura analfabeta. Sócrates estuvo en la frontera entre aquel mundo oral y la cultura visual del alfabeto. Pero no escribió nada”[119]. Si bien los griegos conocieron la perspectiva no se interesaron por ella, ya que ésta requiere un punto de vista fijo, y éste sólo se hizo generalizable a partir de la cultura de la imprenta, que permite abstraer lo visual del complejo audio-táctil. La tendencia hacia lo visual permitió a los griegos inventar la historia, donde el pasado sirve como explicación del presente, siguiendo la secuencia narrativa cronológica. El pasado es lo conocido, y en tanto tal es lo que ofrece seguridad, “felicidad y paz”. El tiempo es concebido igualmente como homogéneo. “Tiene el carácter de una secuencia ininterrumpida de sucesos”[120].

“Desde la invención del alfabeto fonético ha existido en el mundo occidental una tendencia continua a la separación de los sentidos, de las funciones, de las operaciones, de las situaciones emocionales y políticas, así como de las tareas”[121]. “En realidad cualquier pueblo que abandona la vida nómada y sigue costumbres sedentarias de trabajo está predispuesto a inventar la escritura. Jamás un pueblo meramente nómada ha tenido escritura, del mismo modo que jamás ha desarrollado el arte arquitectónico o del espacio cerrado. Porque la escritura es un cercado visual de espacios y sentidos no visuales. Es, por tanto, abstraer lo visual de la normal interacción de los sentidos. Y en tanto que el hablar es una exteriorización (expresión) de todos nuestros sentidos al mismo tiempo, la escritura abstrae de la palabra hablada”[122].

“El carácter más evidente de la imprenta es la repetición, de igual forma que el efecto evidente de la repetición es la hipnosis u obsesión”[123].

Las notas componentes básicas de un mundo visual emergente de una matriz audio-táctil son: homogeneidad, uniformidad, continuidad, repetición.

Sólo la interiorización y asimilación del alfabeto fonético hizo posible los descubrimientos griegos en las artes y las ciencias. Los artistas más importantes entre los griegos fueron los grabadores y celadores (los que trabajan los metales), cuyo trabajo es más táctil que visual (como el del escultor o el del pintor). Los estudios de Seltman siguen un método de campo acústico “no en perspectiva, sino como una configuración o mosaico de distintos elementos en un campo. La coexistencia de las figuras en el campo plano y la interacción entre ellas, crean un conocimiento a múltiples niveles y multisensorio. Esta forma de enfocar el tema tiende a participar del espacio auditivo, no cerrado, inclusivo”[124].

“La invención de la tipografía confirmó y extendió la nueva tendencia visual del conocimiento aplicado, proporcionando el primer «producto» uniformemente repetible, la primera línea tipográfica y la primera producción en masa”.

El descubrimiento del cosmos desacralizado “es resultado del alfabeto fonético y de la aceptación de sus consecuencias, especialmente desde Gutemberg”[125].

“Una cultura ocupada en traducirse a sí misma desde un modo radical, tal como el auditivo, a otro modo como el visual, está sentenciada a hallarse en un estado de agitación creadora, como fue en Grecia y en el renacimiento”[126].

“En el mundo del alfabeto fonético la compulsión a separar forma y contenido es universal”[127].

En las catedrales góticas se utiliza la técnica de la iluminación como luz al través, en cambio, “después de Gutemberg, la nueva intensidad visual requerirá luz sobre todas las cosas. Y la idea de espacio tiempo cambiará, y uno y otro serán considerados como receptáculos que han de llenarse con objetos y actividades”[128].

Resumamos los rasgos característicos del mundo premoderno y del moderno en el siguiente cuadro:

MUNDO AUDIO-TACTIL

MUNDO VISUAL

Parte de un organismo, expresión de sentimientos

Individuo autónomo, frío y neutro

Mundo de sonidos cargados de significados,

directos y personales

Mundo visual indiferente

Mundo hiperestético, caliente

Mundo neutro y frío

Las palabras son fuerzas resonantes, vivas, activas, dinámicas, naturales, fuerza mágica.

La palabra escrita deviene estática.

Las palabras son sólo portadoras de sentido y significación

La verbalización interna es una conducta social efectiva

La escritura fonética separó pensamiento y acción (y es posible que la esquizofrenia sea una consecuencia necesaria de la alfabetización).

Los modos analfabetos son implícitos, simultáneos y discontinuos

Lo visual es lo explícito, lo uniforme, lo secuencial

Modernidad europea y eurocentrismo

E. Dussel ha planteado una cuestión que la mayoría de los pensadores europeos ignora, tal vez, por falta de perspectiva; tal vez, por mala conciencia. “El ego cogito moderno fue antecedido en más de un siglo por el ego conquiro (Yo conquisto) práctico del hispano-lusitano que impuso su voluntad al indio americano. La conquista de México fue el primer ámbito del ego moderno. Europa (España) tenía evidente superioridad sobre las culturas aztecas, mayas, incas, etc., en especial por sus armas de hierro -presentes en todo el horizonte euro-afro-asiático-. Europa moderna, desde 1492, usará la conquista de Latinoamérica (ya que Norteamérica sólo entra en juego en el siglo XVII) como trampolín para sacar una “ventaja comparativa” determinante con respecto a sus antiguas culturas antagónicas (turco-musulmana, etc.). Su superioridad será, en buena parte, fruto de la acumulación de riqueza, experiencia, conocimientos, etc., que acopiará desde la conquista de Latinoamérica”[129]. Si bien se han desarrollado hipótesis que afirman que en la Antigüedad Griega se dieron antecedentes del expansionismo europeo moderno, el llamado “imperialismo ateniense” es posterior al surgimiento de la geometría, la filosofía y la polis (inaugurando el período de decadencia y disolución). La conquista de América es un proceso inédito que carece de antecedentes en la historia antigua. En este sentido, puede suponerse que este proceso pueda aportarnos una nota distintiva del moderno surgimiento de la razón.

Del cosmos cerrado al universo infinito

En este apartado haremos una breve reseña del libro de A. Koyré sobre la concepción de la ciencia moderna con el fin de subrayar algunos de los rasgos distintivos de este proceso. Los siglos XVI y XVII nos muestran a la ciencia y a la filosofía tan entrelazadas entre sí, que el acto de separarlas las haría incomprensibles. Durante este período el pensamiento humano sufrió una profunda revolución (también llamada “crisis de la conciencia europea”) de la que ciencia y filosofía son tanto raíz como fruto. En cuanto a la nueva cosmología, se sustituyó al mundo geocéntrico de la astronomía griega y medieval, por el heliocéntrico, y más tarde, por el universo sin centro de la astronomía reciente. Algunos han puesto de relieve sus cambios espirituales; la supuesta conversión del espíritu humano de la teoría a la praxis, de la scientia contemplativa (hombre espectador) a la scientia activa et operativa (hombre dueño y señor de la naturaleza). Otros subrayaron la “mecanización de la visión del mundo”, es decir, la sustitución del patrón teleológico y organicista del pensamiento por el mecánico y causal.

Los resultados de esta revolución son dos: el primero es la destrucción del cosmos, es decir, la sustitución del cosmos como un todo finito y ordenado, con una jerarquía en las perfecciones, por un universo indefinido (o aun infinito), unificado por la identidad de sus leyes y cuyos componentes están en un mismo nivel de ser. El segundo, la geometrización del espacio o la sustitución de la concepción aristotélica del espacio (un conjunto diferenciado de lugares intramundanos), por la geometría euclídea (una extensión esencialmente infinita y homogénea). Así confluyen los intereses de la ciencia, la filosofía e incluso la teología en temas relativos a la naturaleza del espacio, la estructura de la materia y el valor del pensamiento humano.

Algunos aspectos de esta revolución son:

la secularización de la conciencia, por su alejamiento de objetivos trascendentes y su acercamiento a otros inmanentes; el descubrimiento que la conciencia humana hace de su subjetividad esencial (en contraposición al objetivismo antiguo y medieval); el paso de la contemplación a la aspiración de dominio. Estos no son más que aspectos concomitantes de un proceso más profundo cuyo resultado fue que el hombre perdiera su lugar en el mundo en que vivía y pensaba, debiendo sustituir el propio marco de pensamiento, ya sea sustituyendo conceptos como perfección, sentido, finalidad, o desvalorizando el ser. En esta revolución los aspectos filosóficos y científicos son interdependientes.

El firmamento infinito

Ya los griegos habían pensado la infinitud del espacio y la multiplicidad de los mundos. Pero “me parece imposible reducir la historia de la infinitización del universo al redescubrimiento de la visión del mundo de los atomistas...”[130] que fue no sólo rechazada por las corrientes fundamentales griegas, sino también por los medievales. Es a Nicolás de Cusa a quien se atribuye rechazar por primera vez la cosmología medieval, y el afirmar la infinitud del universo. Sin embargo, no afirma su positiva infinitud, atribución que reserva a Dios, sino que el universo es interminado (interminatum); carece de fronteras, nunca alcanza el límite y no está “terminado” en lo referente a sus constituyentes. Es así un objeto de conocimiento parcial y conjetural, uno de los aspectos de la docta ignorantia.

El universo para Cusa es un desarrollo imperfecto e inadecuado de Dios, ya que despliega su unidad íntima e indisoluble (complicatio) en el reino de la multiplicidad y la separación (explicatio), en el cual cada cosa en su individualidad única, representa a su modo al universo, y por ende a Dios. Agrega que el universo es trino ya que cada cosa (en distintos grados) constituye una unidad de potencialidad, actualidad y movimiento conectante, y ninguno de ellos puede subsistir sin el otro.

En cuanto a si posee un centro, es imposible que el mundo tenga un centro fijo e inmóvil como la Tierra sensible, ya que un mínimo absoluto de movimiento debe coincidir con el máximo, coincidencia - de opuestos- que sólo se da en el Ser Absoluto. Dios es su centro y circunferencia, por lo que una comprensión plena del mundo entrañaría la –imposible para nosotros - comprensión de Dios; no es un centro físico, sino metafísico, no pertenece al mundo (nada en él podría estar en absoluto reposo). Así se explica a) que Dios está en todas partes y en ninguna[131] y b) que la Tierra no es el centro del mundo porque una equidistancia perfecta de diversos objetos no puede hallarse fuera de Dios. Además, la esfera de las estrellas fijas no es su circunferencia, ya que el mundo carece de límites entre los que se encuentre confinado.

La concepción desarrollada por Cusa subraya la falta de precisión y estabilidad en el mundo creado, en el cual no hay estrellas exactamente en los polos, ni un eje fijo y constante, y la Tierra no es esférica, sino que tiende a la esfericidad. Cusa abandona así el ideal de la astronomía griega y medieval, en el cual los movimientos celestes “salvan” a los fenómenos y su irregularidad, y lo reemplaza pensando que los diversos componentes (incluso los habitantes de otros astros) del Universo contribuyen a la perfección del todo.

Por otra parte, hay una buena dosis de relativismo en su visión del mundo, ya que a) no podemos descubrir el movimiento a menos que haya comparación con algo fijo, ni b) tenemos una percepción absoluta del espacio, ya que la imagen del mundo de cualquier observador está determinada por el lugar que éste ocupa en el Universo. De este modo, debemos admitir la existencia de distintas y equivalentes imágenes del mundo y la “[...] expresa imposibilidad de formar una representación objetivamente válida del universo.”[132]

Ahora bien, contra lo que se dirá de Cusa posteriormente, él no afirma la perfecta uniformidad del espacio, ni la posibilidad del tratamiento matemático de la Naturaleza. Sin embargo, sí puede afirmarse que rechazó la estructura jerárquica del Universo y la despreciable posición asignada a la Tierra, aunque su intuición metafísica se echa a perder por concepciones científicas que estaban a la retaguardia de su tiempo, como la atribución de luz a la Tierra. En conclusión, su mundo ya no es el cosmos medieval, aunque aún no es el Universo infinito de los modernos.

Otro personaje al cual se le atribuyó haber afirmado la infinitud del Universo, es el escritor del siglo XVI Marcellus Stellatus Palingenius. Contra la autoridad de Aristóteles, afirmaba la imposibilidad de poner límites a la acción creadora de Dios. Aún así, no afirma la infinitud del mundo, sino que niega su finitud, es decir, la existencia de un fin después del cual nada hay. (“¿Por qué no ha creado Dios más?”). Lo único finito es el mundo material cercado por las ocho esferas celestes. Así pues, afirma la infinitud del cielo de Dios, pero no del mundo de Dios.

La Nueva Astronomía y la Nueva Metafísica

Palingenius y Copérnico son prácticamente contemporáneos, y sin embargo no tienen casi nada en común. La abrumadora importancia de la astronomía copernicana consiste en quitar a la Tierra del centro del mundo, colocándola entre los planetas, y minando así la estructura jerárquica del mundo del ser inmutable y la región corruptible del mundo sublunar. El resultado inmediato de esta revolución fue el escepticismo.[133]

De hecho, el mundo de Copérnico todavía tiene algunos aspectos jerárquicos; todavía el reposo es considerado más noble y divino que el estar en movimiento, condiciones que se atribuyen respectivamente al Sol y a la Tierra. El mundo de Copérnico es finito, y se encuentra comprendido en una esfera material o esfera de las estrellas fijas cuyo centro es el Sol que ilumina a todo a la vez. En cuanto a la cuestión de la posibilidad de una extensión espacial indefinida más allá de la esfera estelar, Copérnico la deja a los filósofos, por no considerarla científica. Pero rechaza la postura de Aristóteles, según la cual fuera del mundo no existen ni cuerpos ni espacio vacío, ya que le resulta extraño pensar que algo se encuentre encerrado por nada. Pero en cuanto a los límites del mundo visible, nunca afirma que sea infinito, sino inmedible, inmensurable, ya que no conocemos ni podemos conocer la dimensión del mundo.[134]

Hasta hace poco se ha aceptado que el paso decisivo hacia la infinitud fue dado por Giordano Bruno, si embargo, fue Thomas Digges, quien sustituyó la concepción de su maestro Copérnico, de un mundo cerrado, por la de un mundo abierto. En primer lugar, afirma la existencia de una esfera inmóvil que se extiende infinita y esféricamente, y diagrama un mundo en el cual las estrellas se distribuyen por encima y por debajo de la “última esfera del mundo” de su maestro. Además, Digges coloca a sus estrellas en un cielo teológico sin fin, único conveniente en calidad y cantidad al gran Dios.

Sin embargo, Koyré afirma que fue Giordano Bruno quien sostuvo de modo decidido y consciente la infinitud del espacio, y que fue el principal representante de un universo descentralizado e infinitamente poblado. El mundo, cuyo origen es una causa infinita, ha de ser infinitamente infinito. Hay un único espacio general que puede denominarse Vacío[135], al cual ni la razón, ni la percepción asignan un límite. La diferencia con Cusa radica en que mientras éste afirma la imposibilidad de asignar límites al mundo, Bruno afirma su infinitud, y hasta sostiene que Dios no hubiese podido hacerlo de otro modo ya que Dios se autoexpresa en este mundo infinitamente rico y extenso. “Así no resulta vana esa potencia del entendimiento que siempre busca, sí, y encuentra el modo de añadir espacio al espacio, masa a la masa... sirviéndose de aquella ciencia que nos libera de las cadenas de un reino muy angosto [...]”[136]

Ahora bien, ¿cómo era la recepción por parte del hombre, de la pérdida del lugar central de la Tierra? Se ha señalado que ésta conlleva la pérdida del lugar privilegiado en la creación, resultando en el mundo terrorífico del “libertino” ateo de Pascal, o el mundo sin sentido de la moderna filosofía científica. Sin embargo, al comienzo sucedió todo lo contrario, es el caso de Bruno, que anuncia el estallido de las esferas que nos separaban de los tesoros de un Universo vivo, y a diferencia de Cusa, cree que el cambio es un signo de perfección, y no de carencia.

Con todo, es necesario subrayar tres aspectos de gran importancia en Bruno:

· La utilización del principio de razón suficiente

· El desplazamiento del conocimiento sensible (confuso y erróneo) al intelectual (capaz de acceder al concepto de infinitud) en su relación con el pensamiento. Ningún sentido puede percibir el infinito, ni la substancia ni la esencia de las cosas. Además, la verdad sólo en una pequeñísima medida deriva de los sentidos. “Al intelecto le corresponde juzgar, otorgando el peso debido a los factores ausentes y separados de una distancia temporal y por intervalos espaciales.”[137]

· Los atributos de su Universo infinito, que es en todas partes perfectamente homogéneo y semejante a sí mismo (espacio geométrico). Por lo tanto “fuera” del mundo habrá espacio, y como el nuestro, no estará vacío, sino lleno de “éter”.[138] Sin olvidar que nuestro mundo no es el Universo, sino sólo una machina rodeada por infinitos mundos similares. Ahora bien, esto plantea la cuestión de si las estrellas fijas son otros soles y centros de otros mundos como el nuestro, cuestión ante la que Bruno expresa su ignorancia.

Pero, ¿cómo responde Bruno a la objeción de que el concepto de infinitud sólo es aplicable a Dios? Claramente la infinitud intensiva de Dios no es comparable con la infinitud extensiva del mundo, que es una pura nada. Sin embargo, la creación debe contener todo lo que es posible, para no ser deficiente y sí ser digna del poder de su Creador; innumerables tierras, astros y soles. De este modo, el infinito es necesario y es lo que primero cadit sub intellectus. Sin embargo, y a pesar de su gran influencia retardada, la de Bruno no es una mentalidad moderna, considerando que su visión es vitalista, e incluso mágica.

Aunque en realidad no existe mucha semejanza, Kepler liga a Bruno con W. Gilbert. Éste, que ya puede prescindir de la esfera de las estrellas fijas, destruida mientras tanto por Tycho Brahe, se asombra con la inmensidad y profundidad del espacio. Su pensamiento oscila entre un copernicanismo y un tycho–brahismo mejorados. Contra Tycho, Gilbert a) niega la existencia de la esfera de las estrellas fijas y b) sostiene la rotación de la Tierra que Tycho niega. Finalmente, con respecto al centro del mundo, y al igual que Copérnico, afirma que no hay ninguna razón para sostener que la Tierra es el centro del Universo, pero va más allá, proclamando que el propio mundo carece de centro y no afirma la verdad de la visión heliocéntrica.

La Nueva Astronomía contra la Nueva Metafísica

La concepción de la infinitud del Universo es una doctrina puramente metafísica que puede, como de hecho ocurrió, servir de base a la ciencia empírica, pero nunca puede sustentarse sobre el empirismo. Es por esta razón que Johannes Kepler la rechazó no sólo por razones metafísicas, sino científicas. En cuanto a las primeras, derivadas de su creencia en el Cristianismo (un tanto herético), ve en el mundo una expresión de la Trinidad[139] y le atribuye un orden y armonía matemáticos, que no podrían hallarse en un Universo infinito.

Kepler opone a Bruno y a una “secta de filósofos”[140], una ciencia astronómica basada y limitada por los hechos, que no confía “con los ojos cerrados” en una visión producto de la mente, ni “trae por los pelos” cosas para acomodarlas a sus axiomas. Kepler no comparte el deseo de exaltar el poder de Dios, ya que la cuestión debe resolverse no mediante la revelación sino a través de razonamientos científicos.

Su refutación se basa en dos premisas:

· Si el mundo no tiene límites y el espacio mundano es infinito y uniforme, la distribución de las estrellas también deberá ser uniforme.

· La astronomía debe ocuparse de datos observables, de las apariencias a las cuales adaptar sus hipótesis, no de trascenderlas. Está por eso, íntimamente relacionada con la visión, con la óptica.

Así es que deriva las siguientes conclusiones: en primer lugar, que la región de las estrellas fijas está limitada hacia abajo, se extiende in infinitum en una cavidad hueca inmensa, la cavidad principal del mundo. Y en esta bóveda cuasi–circular o muralla, las proporciones de los espacios que hay entre las estrellas son diferentes. En segundo lugar, afirma que este mundo con su sol sí poseen rasgos distintos de cualquiera de las estrellas fijas, es decir, el Universo no es ni homogéneo ni uniforme. Esto lo prueba el hecho (demostrado por la geometría[141]) de que para un observador situado en las estrellas fijas, el cielo visible será muy distinto de cómo lo es para nosotros.[142] “No importa cuán grande supongamos el mundo, la disposición de las estrellas fijas como las vemos, poseerá determinada peculiaridad, esto es, la ausencia de estrellas fijas en el vasto vacío, que lo diferenciará.

Todo esto se ve claramente en la Vía Láctea, que pasa por la esfera celeste en un círculo, teniendo a la Tierra y el mundo móvil como centro. Tiene la función de limitar nuestro espacio, y al mismo tiempo, está limitada por el exterior. Si más allá de las estrellas hay otras que no vemos, éstas no son objeto de la astronomía y su existencia no puede probarse de ningún modo, toda suposición sería acientífica. Aquí la astronomía suspende el juicio pues a tal altura se encuentra desprovista de la visión; el mundo óptico es finito.[143]

De cualquier forma, Kepler postula que no puede haber estrellas visibles (ni invisibles) a una distancia infinita de nosotros. Dada la fórmula de la geometría: amplitud = distancia/1000, si una estrella estuviera a una distancia infinita, su amplitud, de hecho también lo sería, por ser la milésima parte del infinito, infinita; toda la estrella participaría de la infinitud de esta altitud. Esto sería contradictorio, además, en las estrellas visibles, ya que por serlo, serían limitadas. Por otra parte, está la incapacidad del pensamiento para comprender el infinito, ya que los conceptos en la mente relativos a él son, ya sea acerca del significado del término o de algo que excede toda medida numérica, visual; concebible. También es impensable una distancia infinita entre dos cuerpos, ya que es incompatible ser infinito y poseer límites en los extremos de la línea.

Las objeciones a la infinitud del Universo fueron previas a la invención del telescopio por Galileo. Sus descubrimientos fueron defendidos por Kepler, y aunque lo obligaron a cambiar algunas opiniones, no lo llevaron a aceptar la cosmología infinitista. Al principio temía que Galileo demostrara que los nuevos astros eran nuevos planetas girando en torno al Sol, lo que hubiese destruido la singularidad de nuestro mundo. Sin embargo, éstos eran lunas, lo que lo tranquilizó. La experiencia confirmaba a Kepler que nuestro mundo móvil está situado en un vacío único, rodeado por un conglomerado único de innumerables estrellas fijas. Y el hecho de que existieran estrellas fijas que no vemos, probaba su teoría, pues sí las vería quien estuviese en una de ellas.

Finalmente, el telescopio no alteró el patrón de razonamiento kepleriano, quien siguió afirmando que ningún cuerpo que pudiera ser situado es de hecho infinito, y que los cuerpos de magnitud finita no pueden ser infinitos en número.

Cosas nunca vistas e ideas jamás soñadas: el descubrimiento de nuevos astros en el espacio del mundo y la materialización del espacio

Gracias al perspicillum - primer instrumento científico -, e “iluminado por la gracia divina”, Galileo trae consigo un cambio substancial para la ciencia astronómica: la necesidad de trascender las limitaciones impuestas por la Naturaleza – o por Dios – a los sentidos y al conocimiento humano. Con Galileo se inicia la etapa instrumental de la ciencia.

Entre sus descubrimientos se encuentran haber puesto ante los ojos innumerables estrellas nunca vistas, cuatro “astros errantes”, pero aún más importante, constatar que la Luna no estaba dotada de una superficie lisa y pulida, sino irregular y rugosa. Además, el perspicillum quita el esplendor accidental a las estrellas, destruyendo la objeción más importante de Tycho Brahe contra la teoría heliocéntrica, la cual sostenía que si el mundo era como afirmaba Copérnico, las estrellas deberían ser más grandes que todo el orbis magnus.

Ahora bien, la invisibilidad de las estrellas fijas descubierta por Galileo se podía interpretar de dos formas: a) que tales estrellas eran demasiado pequeñas para verlas o b) que estaban demasiado lejos. Ambas interpretaciones se correspondían con los datos ópticos, por lo que la elección entre una de ellas en el siglo XVII debía basarse no en razones científicas, sino filosóficas. De este modo, Galileo adopta la segunda.

En cuanto a la finitud o infinitud del Universo, Galileo se abstiene de tomar partido, y aunque considera a la cuestión insoluble, se inclina hacia la infinitud. Por un lado, no admite (como Ptolomeo, Copérnico y Kepler) el encarcelamiento del mundo en una esfera real de las estrellas fijas, considerándolo una afirmación indemostrable. Y rechaza con Cusa y Bruno, la idea de que el Universo tenga un centro en el que se sitúen la Luna o el Sol. Pero por otra parte, en su Diálogo no afirma que las estrellas estén distribuidas sin fin por el espacio, y declara rotundamente que resulta “[...] absolutamente imposible que haya un espacio infinito superior a las estrellas fijas...”[144]

Otra es su opinión en la Carta a Ingoli, en la cual cree que la cuestión está sin decidir, y que así lo será siempre para el conocimiento humano. Nadie nunca ha demostrado ni una ni otra hipótesis. Sin embargo, en la Carta a Liceti, deja al descubierto su duda y advierte que si bien ésta es “una de esas cuestiones felizmente inexplicables para la razón humana... en las que sólo el Espíritu Santo y la revelación divina, pueden suministrar respuesta...”[145] hay uno de sus argumentos que lo inclinaría hacia lo infinito e ilimitado. Quizás el destino de Bruno, la condena de Copérnico y la suya lo hayan llevado a ser prudente, sin embargo, y aunque Galileo no haya tomado la decisión de hacer su mundo infinito, éste está contenido en la geometrización del espacio de la cual es promotor.

Sea como sea, no es ni Galileo ni Bruno, sino Descartes quien formula de un modo claro los principios de la nueva ciencia (la reductione scientiae ad mathematicam) y de la nueva astronomía matemática. El Dios de Descartes no queda simbolizado ni se expresa en las cosas que ha creado desde ya, por su pura voluntad. La única excepción es nuestra alma, dotada de la inteligencia capaz de captar la idea de Dios, esto es del infinito. Éste, que es un Dios veraz, nos provee ideas claras y distintas que nos permiten hallar la verdad. Es absurdo intentar descubrir sus propósitos, y es por eso que tanto en la matemática como en la ciencia física, la teleología no tiene ningún valor.

El mundo de Descartes no es el mundo multiforme y lleno de colorido de nuestra experiencia diaria –éste no es más que un mundo subjetivo de opiniones inconsistentes basadas en los erróneos sentidos– sino que resulta matemático y estrictamente uniforme, “un mundo de geometría hecha realidad”[146] Ya no existe la oposición entre el mundo terrestre del cambio y el mundo inmutable de los cielos, pues con Descartes se convierte en un hecho autoevidente la unificación y uniformización del Universo en cuanto a su contenido y leyes.

En este mundo no hay más que materia extensa y movimiento. Ahora bien, la identificación de materia y extensión implica considerar que la naturaleza del cuerpo consiste en ser una substancia extensa en longitud, anchura y profundidad.[147] Y a la inversa, que la extensión en longitud, anchura y profundidad sólo puede concebirse en una substancia material. Esta identificación entraña dos grandes consecuencias:

1. La negación del vacío: este resulta esencialmente imposible. La nada no puede poseer propiedades, ni por tanto, dimensiones. Sería absurdo hablar de un espacio vacío que separe dos cuerpos; ya que al estar separados por nada, estarían en contacto. Si hay separación y distancia, no es una longitud, anchura o profundidad de nada, sino de algo, de substancia o materia. Los cuerpos están entre otros cuerpos. Así Descartes niega que exista algo como el “espacio” y una entidad distinta que lo llena, la materia.

2. El rechazo de la finitud y limitación del espacio y del mundo material y real. “No podemos postular un límite sin trascenderlo por el mero hecho de postularlo”[148] Por lo tanto, el mundo real es indefinido. Además, asignándole límites al mundo, no hacemos más que manifestar las limitaciones de nuestra razón; es decir, que no podemos hallar sus límites, si es que los tiene.

Descartes reserva el atributo “infinito” -el cual ocupa una función fundamental en su filosofía- únicamente para Dios. Comprende que puede atribuírsele positivamente, pues carece de límite alguno. Sólo él puede concebirse como un ser absolutamente infinito, lo que demuestra su existencia. Y sólo así puede definirse la naturaleza humana como un ser finito dotado de la idea de Dios. Pero puesto que somos finitos, resulta absurdo querer determinar algo del infinito, ya que lo haríamos cuasi – finito.

Extensión indefinida o espacio infinito

Sobre esta distinción de Descartes entre “infinito” e “indefinido”, será uno de sus primeros partidarios, Henry More, quien lo criticará, afirmando que es una pseudo–distinción para aplacar a los teólogos. Son cuatro aspectos los que no acepta o “no comprende” del cartesianismo:

1. La radical oposición entre cuerpo y espíritu, es decir, como si fuesen lo extenso y lo inextenso. ¿Acaso el alma, aunque inmaterial, no es también extensa? Y si no lo es, ¿cómo es que está en el mundo? ¿Cómo esta Dios en el mundo? More cree que la extensión no debe estar restringida a la materia, sino que debe aplicarse también al espíritu. Dios es también extenso a Su manera, por ser omnipresente y ocupar toda la máquina del mundo. Lo propio de la materia debe definirse por su relación con la percepción sensible. Por lo tanto, mientras que la materia se definiría por su impenetrabilidad y por su capacidad de estar en contacto con otros cuerpos, el espíritu, por el contrario por ser libremente penetrable y por no poderse tocar.

2. La negación cartesiana de la posibilidad del vacío. More alega que Dios podría destruir la materia contenida en un recipiente, sin que por ello se juntaran sus paredes. Este espacio estará vacío de materia, pero lleno de la extensión de Dios.

3. La negación de la existencia de los átomos. Descartes afirmaba la infinita divisibilidad de la materia, y creía que aceptar la existencia de los átomos significaba limitar la omnipotencia de Dios. More responde que su indivisibilidad es para un poder creado, pero que el poder divino bien podría dividirlos si quisiese hacerlo. Lo único que Dios no puede hacer, es aquello implicaría una imperfección. Claramente, More estaba influenciado por el atomismo griego, sin embargo, no reduce el ser a la materia como Demócrito. Además, su espacio está lleno, no de éter, sino de Dios.

4. La extensión “indefinida” del mundo. More afirma que esa extensión o es infinita simpliciter o sólo lo es con respecto a nosotros. Si se trata de lo primero, Descartes estaría oscureciendo su pensamiento con “palabras bajas”. Si se trata de lo segundo, entonces en realidad la extensión será finita, ya que la mente no es medida ni de las cosas ni de la verdad, pero sí es la medida de lo que afirmamos o negamos.

Descartes responde a las cartas de su admirador y crítico:

· Es un error definir la materia por su relación con los sentidos, ya que su verdadera esencia no depende de la existencia de los hombres, y sería la misma aunque no hubiese hombres en el mundo. Además en sus partes más pequeñas se torna claramente insensible. Además, es innecesario postular la impenetrabilidad, ya que esta se encuentra implícita en la extensión.

· Dios quizás sea extenso por estar en todas partes, pero de ningún modo es extenso en el sentido habitual del término: es algo imaginable en lo que se pueden distinguir distintas partes de magnitud y figura determinadas. Esto no es aplicable ni a Dios ni al alma. Justamente por no ser extensos es que pueden superponerse en un mismo lugar.

· En cuanto al espacio vacío, éste resulta ser algo imposible, pues vemos claramente que implica contradicción. Y en lo que concierne al carácter indefinido del espacio, esto significa que se extiende más allá de lo que un hombre pueda concebir.

More otorga su respuesta a Descartes en una segunda carta, alegando que el mundo o bien es finito o bien infinito, y que si hemos de admitir que Dios está presente “en todas partes”, esto será claramente el espacio infinito. En lo relativo a la imposibilidad del vacío, More responde con la siguiente hipótesis: si Dios aniquilase el Universo, y luego crease otro de la nada, esta ausencia de mundo tendría su duración en días, años o siglos. De este modo, habría una especie de extensión de algo que no existe.

A lo que Descartes replica concisamente: “Si no hubiese mundo, tampoco habría tiempo”[149] Lo que More llama “duración” no sería más que la sucesión de ideas de Dios; More estaría introduciendo el tiempo en él, convirtiéndolo en un ser cambiante y temporal, cuando por el contrario es una mente infinita cuya infinitud es adimensional. Ahora bien, en cuanto al mundo: “[...] no oso llamarlo infinito – dice Descartes - dado que percibo que Dios es mayor que el mundo, no por lo que respecta a su extensión, puesto que ya he dicho que no reconozco en Dios ninguna [extensión] propia, sino por lo que respecta a su perfección.”[150] La infinitud, además, desde Anselmo, implica ser necesario, cosa que nuestro mundo no es.

Finalmente, y aunque rara vez un filósofo convence a otro, Descartes desplazó un poco su posición luego de su diálogo con More. Ya no afirmará que el carácter indefinido del mundo se deba a nuestra incapacidad de constatar sus límites, sino que positivamente no los tiene, porque sería contradictorio postularlos.

Dios y Espacio, Espíritu y Materia

Henry More consiguió captar el principio fundamental de la nueva ontología: la infinitización del espacio. Sus dos líneas de ataque contra la identificación cartesiana de espacio y extensión son las siguientes:

a) Descartes restringe la importancia y el valor ontológico de la extensión, limitándola a un atributo de la materia y no del espíritu, cuando ésta es atributo del ser en cuanto tal. No hay dos tipos de substancias, la extensa y la inextensa, sino una, la extensa.

b) Materia y espacio tienen un carácter específico que Descartes no reconoce: la materia es móvil en el espacio, ocupa un espacio. Éste – que no es móvil – no está afectado por la materia, es más, el espacio sin materia es una idea natural, pero la materia sin espacio resulta impensable.

Para comprender la interpretación de la Naturaleza de More, resulta indispensable aclarar el concepto de “espíritu”. More cree que esta noción es tan concebible como la naturaleza de cualquier otra cosa. Los espíritus finitos tienen diversas potencias que los diferencian de un cuerpo: Auto - penetración, Auto – movimiento, Auto – contracción, Dilatación e Indivisibilidad. La noción de Espíritu es más perfecta que la de cuerpo, siendo más adecuada para ser atributo de lo absolutamente perfecto. Mientras que la definición de Espíritu es: “Una substancia penetrable e inseparable” (actividad innata), el cuerpo , por el contrario, es impenetrable y separable ( actividad comunicada ).

Para un hombre del siglo XVII, la idea de una entidad extensa no material era algo común y estaba representada en su vida diaria y científica. Son algunos ejemplos: *la luz: ¿no es acaso un ejemplo perfecto de penetrabilidad como de poder penetrativo? Además, cuando la luz atraviesa un cuerpo transparente, queda confirmada la coexistencia que se da entre la materia y la luz; *las fuerzas magnéticas de William Gilbert, que parecían más del reino de lo animado, que de lo inanimado; *el éter y *la gravedad: que no se puede explicar por medio de la mecánica, es un agente más bien espiritual.[151]

En cuanto a la imposibilidad de medir el vacío que aducía Descartes, More va aún más allá y llega a proponer que la distancia no es una propiedad real, sino que es más bien nocional. Por consiguiente, podemos atribuirla a No–Entidades, así como a Entidades. En definitiva, lo que descubre More, es que al negar el espacio vacío y la extensión espiritual, Descartes excluye de su mundo a los espíritus e incluso a Dios. Su postura conduce al materialismo y al ateísmo.


CAPÍTULO 2

Sobre las proyecciones prácticas del conocimiento moderno y sus consecuencias

«El objeto de nuestra fundación es el conocimiento de las causa y el secreto movimiento de las cosas, así como el ensanchamiento de los límites del imperio humano para la realización de todas las cosas posibles. [Por ejemplo], tenemos parques y recintos con toda clase de bestias y aves que utilizamos […] para disecciones y experimentos. […] Conseguimos muchos efectos extraños: como por ejemplo que la vida continúe en ellos aunque diversas partes que consideramos vitales perezcan y se desprendan; o resucitar algunas que parecen estar muertas; etc. […] También artificialmente [by art] los volvemos más grandes o altos de lo que corresponde a su especie, o, por el contrario, los volvemos estériles y detenemos su crecimiento; los hacemos más fértiles y robustos de lo que corresponde a su especie, o, por el contrario, débiles e infértiles. Asimismo, podemos hacerlos diversos en color, forma, vigor [activity] en muchas maneras. […] De materia en putrefacción creamos un cierto número de especies de serpientes, gusanos, moscas, peces, de los cuales algunos han llegado a convertirse en criaturas perfectas. […] Esto no lo hacemos al azar [by chance], sino que conocemos de antemano el tipo de criaturas que surgirá de un cruce y de una materia determinados».

Francis Bacon, La nueva Atlántida (1627).

«Es posible lograr conocimientos muy útiles para la vida y que, en lugar de la filosofía especulativa que se enseña en las escuelas, se puede encontrar una filosofía práctica en virtud de la cual, conociendo la fuerza y las acciones del fuego, agua, aire, de los astros, de los cielos, y de todos los demás cuerpos que nos rodean con tanta precisión [podríamos] convertirnos en dueños y poseedores de la naturaleza. Lo cual no sólo es deseable con vistas a la invención de una infinidad de artificios, que nos permitirán disfrutar sin esfuerzo alguno de los frutos de la tierra y de todas las comodidades que hay en ella, sino principalmente también para la conservación de la salud»

René Descartes, Discurso del método (1637), Sexta Parte.

«Como muy bien separadas hay que imaginarse la Física y las Matemáticas. Aquélla debe mantener una independencia absoluta y, con todas sus reverentes y piadosas energías, tratar de penetrar en la naturaleza y el sagrado misterio de la vida, sin preocuparse para nada de lo que las matemáticas, por su parte, hagan o produzcan. Éstas, en cambio, deberán declamarse independientes de cualquier referencia al exterior»

J. W. Goethe, Máximas y Reflexiones, §573.

En este capítulo se intentará recorrer de alguna manera el problema que se desprende del basamento y soporte gnoseológico establecido para la ciencia moderna, sus aspiraciones y aplicaciones, tanto desde la perspectiva que da importancia a lo matemático y racional, como a lo experimental —tanto desde el problema del Sujeto moderno como fundamentum y punto cardinal, como del deseo científico expresado en las investigaciones. En pocas palabras, se tratará de “seguir” el planteo heideggeriano que afirma y denuncia el problema situando a los arribos cartesianos en el ámbito de lo especulativo como puntos de partida para la definición y el status establecido de la ciencia y la técnica, proponiendo a Bacon como otra gran contribución, acaso ajena a las cuestiones del representar y de la «imagen», pero no por ello menos contundente en las consecuencias y horizontes abiertos y pedidos a la ciencia y técnica moderna. Finalmente, se dará lugar a la denuncia y crítica nietzscheana, como intento de salida y consumación de las categorías del pensamiento moderno en torno a aquéllos temas: a partir de dos nociones que se desprenden del análisis genealógico, a saber, Interpretación y Perspectiva.

Los rasgos esenciales de la ciencia y la técnica modernas en el pensamiento de Martin Heidegger

Comencemos por la consideración del problema planteado por Heidegger en La época de la imagen del mundo (1938)[152], problema que no es sino el de la Modernidad misma —encarnado en la filosofía cartesiana. Aquí el problema del Sujeto como fundamentum de la representación, aparece ligado con el problema de la técnica y la ciencia moderna, y por tanto indefectiblemente también con el problema de la naturaleza, lo real, el Objeto representado.

Ya el antiguo título de dicha conferencia —La fundamentación de la imagen moderna del mundo por la metafísica— nos introduce en la problematización, pues así como la metafísica impone una determinada interpretación de lo existente y de la verdad, así también acabó imponiéndolo aquello que pasa por ser lo propio de la configuración de la época moderna —a saber: el sujeto cognoscente autoimpuesto como fundamento y como fundamentador. A continuación, Heidegger expone cinco acontecimientos o «fenómenos esenciales» de la edad moderna, a partir de los cuales y en los cuales «debe poderse reconocer el fundamento metafísico» —cinco fenómenos entre los cuales sólo dos de ellos parecen revestir una cabal importancia en el análisis, y que merecen así, pues, el continuo y casi persistente ir y venir, el circunvolar lento y dosificado de sus argumentaciones. Tales fenómenos son, aquí como en La pregunta por la técnica, el de la ciencia y la técnica maquinista —y ello siempre para tratar de comprender la esencia de le época moderna bajo la interrogación de la ciencia moderna, pues “si se logra llegar al fundamento metafísico que fundamenta la ciencia moderna, debe ser posible conocer a base de él cabalmente la esencia de la edad moderna”.

Formulada tal interrogación, van deviniendo posibles luego las sucesivas afirmaciones como intento de respuesta; y la primera de ellas se perfila hacia el concepto de «Investigación», como esencia de la ciencia moderna —investigación que no implica sino el hecho de que el conocer se autoinstituya “como proceso en un dominio del ente, de la naturaleza o de la historia”, es decir, implica la apertura de campos, planos, segmentos; ello, como bien lo afirma Heidegger, no refiere solamente un Método, pero no obstante lo implica. Porque el método es aquello con lo cual efectúo no sólo la apertura, sino el posterior análisis de la misma —aquello con lo cual ataco el problema—; definir el problema, abrir un campo, y analizarlo o investigarlo no son la misma cosa ni requieren el mismo esfuerzo: la eficacia en la utilización de las fuerzas, el mejor rendimiento estimado para el momento de la acción son también un puente entre ambos —en cualquier caso, para lograr un repliegue desde el proceso cognoscitivo hacia o con el campo abierto, es necesario el rigor, de modo tal que “esbozado el plano y determinado el rigor, se garantiza el proceder dentro del dominio del ser de un campo de objetos”.

Es aquí, en torno siempre al concepto de ciencia, donde entra en juego lo matemático: como aquello mediante lo cual “se decide de antemano algo como ya conocido” —y en esa calidad de “ya conocido” queda subsumido por la virtud matemática dentro de las categorías de espacio-tiempo. Otro dato: lo matemático aporta siempre, pero también pide siempre, exactitud. Es en torno a lo matemático como herramienta y método en donde Descartes aventaja a Bacon, que se dedica casi exclusivamente, y con una actitud muy propia del êthos renacentista, a la Historia Natural —no obstante, se verá más adelante cómo hay puntos de contacto entre ambos; si bien en parte las citas iniciales del acápite hablan por sí solas. Aunque vale para ambos, la afirmación heideggeriana de que “la investigación de hechos en el dominio de la naturaleza es en sí el establecimiento y observancia de regla y ley” —Bacon es aun lo suficientemente realista como para confiar, luego de eliminados los cuatro Ídolos, en que el hombre puede captar especularmente la naturaleza tal y como ella es en sus más profundos secretos, conquistándola desnuda y sin velos, para recién a partir de allí efectuar la inducción que arriba a los axiomas o leyes; o lo que es lo mismo: deshumanizándose el hombre (suprimiendo todos los ídolos que pervierten y atentan contra la capacidad cognoscitiva) en una primera instancia, puede luego observar a la naturaleza con ojos impolutos y transparentes y desenredar su ovillo por la vía de la observación y experimentación instrumental, cuyo fin es describir las causas y fuerzas secretas, incluso las esencias, que no son otra cosa que las leyes o axiomas obtenidos por inducción incompleta; aquí la diferencia con Descartes es cabal: pues donde Bacon obtiene leyes y axiomas desde la naturaleza descalza, Descartes los obtiene hacia; o para decirlo con las recién citadas palabras de Heidegger, el investigar es en sí mismo un imponer regla y ley. El uno las descubre en la naturaleza, y de ahí su realismo (o materialismo, si se prefiere); el otro por el propio juego del solipsismo del sujeto —ambos comparten, según parece, la deshumanización: para ninguno de los dos quien conoce es propiamente el Hombre.

Ahora bien, volviendo al análisis de la física moderna, apunta Heidegger que “sólo porque la física moderna es matemática esencialmente puede ser experimental”; aquí ya se ha pasado al plano práctico que supone la experimentación, en tanto que ésta implica la ejecución, la cual no obstante está soportada y dirigida por la ley tomada como fundamento. Pero se opera una suerte de dialéctica en la que se parte de una ley fundamental, y se arriba a la confirmación o no de la misma. Sin embargo Descartes, como se dijo, parte de ideas innatas, verdades implícitas en el sujeto y a partir de la intuición intelectual, principios evidentes por sí mismos por el sólo hecho de ser el hombre un sujeto pensante (res cogitans), y a partir de los cuales efectúa por deducción nuevos conocimientos; en cambio Bacon pide el método inductivo: partir de los hechos, remontarse a leyes de modo progresivo y sin saltos hasta principios más generales, y luego volver a descender para confirmarlos periódicamente[153]. Pese a todas las diferencias metodológicas y operativas entre ambos autores, comparten un espíritu, una voluntad, una intención y êthos, que queda perfectamente caracterizado por el texto de Heidegger como propio de la modernidad: la relación técnica y científica entre el Sujeto y Objeto, nociones que aunque sin corresponderse con las de Hombre y Naturaleza, no obstante sirven para pensar lo esencial de tal época en torno a su teoría y prâxis.

En definitiva se trata de una reconfiguración del mundo, de una recategorización del puesto del hombre y sus deseos: pues así como en Hobbes un Estado (Leviatán) coercitivo —que incluso puede llegar a fiscalizar qué ideas se imprimen y cuáles no por atentar contra el poder del status quo— necesita haber preestablecido un hombre pasional, un hombre lobo (homo homini lupus) —o dicho de modo simple: “dime qué crees que es el hombre y te diré qué clase de Estado prefieres”—; así también en torno a la ciencia el hombre necesitó concebirse tales o cuales modos de experimentar, de concebir la realidad, y aun más, a sí mismo. De modo que lo propio de la ciencia y la investigación moderna no es sólo su rasgo predominantemente matemático, sino que, porque su rasgo es predominantemente matemático y lógico, su ciencia y su experimentación “no se limitan a ser una observación más exacta en materia de grado y alcance, sino que es el procedimiento de confirmar una ley en el marco de un esbozo exacto de la naturaleza y a su servicio”.

Lo lógico-matemático aporta lo firme e inconmovible —porque así lo es también el sujeto moderno como fundamentum—, y lo experimental, lo proyectivo, implican la sucesiva acumulación de sedimentos de experiencias y resultados prácticos —es lo que se ha llamado “Progreso”. De ahí que Heidegger afirme: “el conocer como investigación tiene en cuenta lo existente para saber cómo y hasta dónde puede ponerse éste a disposición del representar [pues] sólo aquello que de esta suerte se convierte en objeto es, se tiene por existente”. He aquí donde aparece el concepto clave de la Modernidad, que forma el panteón junto con el de sujeto, objeto, etc.: la noción de representación.

Este concepto, al igual que la primacía de lo matemático, que lo que catapulta a Descartes hacia el título de padre de la época moderna —no así para Feuerbach, que no duda en otorgarle la corona a Bacon; sí para Heinrich Heine, que no obstante (y por citar a un poeta-filósofo) rechaza a Bacon por Descartes en Contribución a la historia de la religión y la filosofía en Alemania (1835)[154]. A juicio de Heidegger, sólo cuando la Verdad implica certidumbre (claridad y distinción), hemos llegado a la ciencia como investigación propiamente dicha; pero esa certidumbre es una certidumbre del representar. En este punto hay que retomar la aseveración principal que formulaba —y acaso también denunciaba y develaba— una significación metafísica en torno a la modernidad; la significación alude ahora al concepto de sujeto (hypokéimenon) y su disociación del concepto de Hombre, que se comentó más arriba: dicha significación metafísica del concepto de sujeto “no tiene al principio ninguna referencia marcada con el hombre y menos con el yo. Pero cuando el hombre pasa a ser el sujeto primero y propiamente dicho, eso significa: el hombre pasa a ser aquel existente en el cual se funda todo lo existente a la manera de su ser y de su verdad”. Y para que esto suceda, empero, es necesario que se produzca también una transformación o trastrocamiento de la concepción de lo existente.

¿En qué ha de trastocarse, pues, la concepción de lo existente? Heidegger nos lo descubre: en Imagen —no en tanto “copia”, sino en tanto “estar al tanto de algo”; o lo que viene a ser lo mismo: “el asunto mismo es tal como es para nosotros, ante nosotros”. Todo se efectúa por un mismo movimiento: el mundo adquiere una imagen, se torna él mismo imagen, si y sólo si hay un sujeto fundamental; y a la vez, éste no puede sino relacionarse con imágenes —esto es: con fines cognoscitivos, y por tanto científicos. De ahí que imagen quede definida también como “hechura del elaborar representador”. En la Addenda §9 se amplían todavía más las nociones de subjectum como fundamentum absolutum que descansa en sí mismo, así como la noción de representación en cuanto garantía de lo existente en virtud del cálculo, puesto que “sólo la calculabilidad garantiza de antemano y constantemente que se tenga la certidumbre de lo que se quiere representar” —y ese calcular del representar tiene como ecuación fundamental: me cogitare = me esse; y cogitatio implica no sólo el ámbito de la ratio, sino también la voluntas y el affectus, en tanto fundados en el pensar de la conciencia.

Finalmente, y antes de concluir con el presente texto (todavía en la Addenda §9), hay que recuperar un párrafo que abre las puertas a las consideraciones de La pregunta por la técnica, y que además entra en relación con las citas capitales de esta sección —el mencionado párrafo afirma un poco tenebrosamente (de seguro en virtud de la época y el páthos alemán en 1938) que “en el imperialismo planetario del hombre técnicamente organizado, llega a su punto de apogeo el subjetivismo del hombre, para luego establecerse e instalarse en la llanura de la uniformidad. Esa uniformidad pasará luego a ser el instrumento más seguro de la dominación completa, es decir, técnica, sobre la tierra. La libertad moderna de la subjetividad se disuelve completamente en la objetividad que le es conforme”[a].

Nos basta con contemplar las citas capitales de Bacon (1627) y Descartes (1637)[155]; allí se pueden ver los deseos de Bacon plasmados en su inacabada utopía de Estado llamada New Atlantis: describe toda una serie de inventos que aunque no existían sí expresan sus propios interesas más íntimos (fuegos que subsisten bajo el agua, aparatos para viajar bajo el agua —ya Leonardo había mentado una suerte de submarino—, máquinas de todo tipo, artes mecánicas[156] que el resto de la humanidad ignora, instrumentos musicales con sonidos nuevos y desconocidos, fenómenos naturales de todo tipo reproducidos artificialmente, etc.). Así también vemos allí expresado acaso el más increíble y terrible: la manipulación de la vida, que se obtiene una vez que se ha penetrado en el “santuario secreto” de la naturaleza, en la causa de todas las cosas y los movimientos; pero aunque ello sea condición para la visión instrumental y técnica del mundo, no es el fondo de la cuestión —pues Lucrecio pretendía saber de rerum natura, tener una y más de una explicación y razón para todas las cosas de la naturaleza, y sin embargo, nada de lo que Bacon añora pasó por su mente.

Pero Bacon quiere realizar “todas las cosas posibles”, quiere dominar la vida misma (zoé), quiere controlar la estructura interna del cuerpo humano y animal, todos los órganos; quiere cambiar coloraciones, estaturas, fuerzas, poderes; quiere que se desarrollen criaturas perfectas desde el barro de la descomposición —nota para el anhelo de Dr. Frankenstein. Veamos que aquí se da el mismo síntoma actual —quizás en este punto no importe demasiado si desconocía el campo de la matemática y la geometría, si no estaba al tanto de las discusiones entre Kepler y Galileo; aquí se evidencia algo en el querer mismo. Querer, anhelar profundamente poder dominar la vida, el máximo misterio de la naturaleza, perseguido por todos los alquimistas herejes de todos los tiempos; ésa es la problemática: to be or not to be, pero también how to be by art.

Descartes parece haber arrancado el camino por vía inversa, pues recién al final del Discurso expresa similares deseos de convertir al hombre en dueño y poseedor de la naturaleza; se promete, no obstante, dedicarse al estudio de la naturaleza humana, la medicina y la física. De cualquier modo, ya en la Quinta Parte del Discurso atisba la noción típica del mecanicismo, que considera a hombres y animales como una máquina viva, de suerte tal que si alguien nos presentara un animal-máquina, un “robot”, al no tener lenguaje ni consciencia no lograríamos reconocer que son artificios y no hijos de la naturaleza: “si hubiera máquinas tales que tuvieran órganos y la figura de un mono o cualquier otro animal irracional, no tendríamos medio alguno para reconocer que la máquinas no eran exactamente de la misma naturaleza que estos animales”[157] —y todavía más: puesto que los órganos del cuerpo son, en definitiva, con todos sus humores, los que de alguna manera conforman el carácter del hombre y su ingenio (y en esto se acerca sorprendentemente a los llamados “moralistas franceses”: Montaigne, La Rochefoucauld, La Bruyerè, que ponen al cuerpo y a las pasiones como conformadores primordiales del carácter moral, antes que la concepción que hace provenir a la moral desde la fría ley de la razón), si quisiéramos hacer al hombre más sabio y más hábil deberíamos tener que desarrollar todavía más el concepto de la medicina; parece, pues, que el acrecentamiento del ingenio y la habilidad aquí no se logra con una mayor cantidad de instrucción y educación, pues no se quiere saber-más, sino ser-más, en el ámbito de lo cualitativo: de ahí la necesidad de desarrollarlo en el campo de la Medicina, que también debe expandirse: “lo que en ella se sabe es casi nada si se compara con lo que todavía queda por saber”.

Bacon y Descartes son dos caminos distintos, filosóficamente hablando, de abordar una misma problemática en la prâxis; parten de supuestos distintos, pero en sus obras llegan a evidenciar un mismo querer, que es menester analizar como síntoma de lo característico de la Modernidad[158]. Bacon por su parte también exige un nuevo método[159], y aunque la matemática sea auxiliar de la física y no lo primordial[160], plantea en virtud de su dedicación y afición a los experimentos, todo un horizonte de posibilidades en lo que atañe a la física, la medicina, y la fisiología, con un lenguaje y una expresión que nos recuerda incluso la problemática actual de la clonación y la manipulación de la genética: “Sería terrible empresa la de querer producir nuevas especies; pero variar las especies conocidas y producir por este medio fenómenos extraordinarios e inauditos, es cosa bastante más fácil y sencilla. Se pasa con facilidad de los milagros de la naturaleza a los milagros del arte”[161].

Tales fenómenos inauditos son las “desviaciones” de la naturaleza, que a su juicio son mucho más útiles para la práctica: por ejemplo, las malformaciones, las deformidades, “aberraciones fortuitas” de la naturaleza —pues también se aprende de los errores, las “falsaciones”[162]. Una vez que se ha predeterminado que hay una “realidad” de las cosas, puede luego penetrarse en ella, descubrir las “potencias” de los cuerpos, así como sus “actos y leyes”[163] —y del mismo modo, nada impide dar un paso más, hacia la transformación misma, hacia el hacer que esa realidad responda a mis propios deseos: “¿Existe en realidad un medio de transformar los cuerpos, obrando sobre sus partes más pequeñas (en sus últimas moléculas), de cambiar su tejido más delicado, imponiéndole otro? Nada, hasta hoy, nos permite responder afirmativamente a esta gran pregunta. Si el hombre conquistase algún día tal poder, efectuaría todas las transformaciones posibles, y se vería a nuestra industria producir en poco tiempo lo que la naturaleza no acaba sino después de mil rodeos y después de un largo período”[164]. Tomado un poco a la ligera, podría pasar por las alucinaciones de un alquimista —muchos había en su época, incluso todavía es este mismo espíritu el que resuena al comienzo del Fausto goetheano, y todavía luego, cuando se fabrica el tan famoso “homúnculo” de los alquimistas—, de un Agrippa o un Paracelso; sin embargo, ya se vio atisbado algo de esto en Descartes mismo. El problema del control sobre la vida misma parece una preocupación común en el nacimiento de la ciencia moderna —quizás aún hoy, que no se sabe si es su culminación o su ocaso—; y todavía comparte el problema de la vejez con nosotros, que también quisiéramos ser —porque nos dicen que deberíamos ser— como los griegos, “eternos niños”, según decía un sacerdote egipcio a Solón en el Timeo platónico; ahora bien, si es cierto que el fenómeno de la vida consiste en la asimilación de cuerpos homogéneos, la muerte es el impedimento de dicha situación: “pero esta tendencia a la asimilación es contrariada […] por diferentes obstáculos; ¿cuáles son esos obstáculos? ¿de qué medios podemos valernos para suprimirlos? Cuestiones son éstas del más alto interés, porque de su solución depende el arte de restaurar la vejez”[165].

La misma referencia aparece de modo sucinto y pasajero en la Quinta Parte del Discurso cartesiano, pero también en otra utopía de Estado: La ciudad del Sol de Campanella (1602) —allí del mismo modo se toca el problema del desarrollo máximo de las ciencias, así como del conocimiento matemático-físico: todos los ciudadanos conocen las leyes intrínsecas a la naturaleza, saben qué es Dios, qué es la naturaleza, qué los astros, etc.; viven no menos de ciento cincuenta años, y más: “tienen también un secreto para rejuvenecer cada siete años, sin dolor y con admirable arte”[166].

Esta especulación y deseo —que quisiera transformarse en acción— acerca de la vida y su relación con la ciencia físico-matemática, según se vio en el análisis heideggeriano, se plasma en un carácter metafísico, junto con una nueva disposición del conocimiento a partir de un Sujeto de la representación y un objeto representado para éste; mas aun cuando se observe que ni en Bacon ni en Campanella (ni en Shakespeare, por supuesto) se pueda acaso abordar bajo esas consideraciones dilucidadas por Heidegger en aquélla cuestión, sí se puede descubrir, como decíamos antes, todo un espectro de manifestaciones de deseo en torno a la vida, la técnica, la experimentación, la economía, que son comunes a este presunto padre de la modernidad —quizá podría tomarse a la vida como matriz, y ver cómo se la considera, cómo se la quiere dominar o someter, cuál es el valor que se le otorga a ella y a sus manifestaciones, y entonces a partir de allí evaluar esas posiciones como síntomas: sin importar si se trata de filósofos anteriores o posteriores a Descartes, e incluso sin importar siquiera si el que habla es filósofo o poeta, sino sólo qué habla acerca de la vida (zoé)[167].

Es interesante contrastar estas breves consideraciones con algunos personajes de la literatura, que bien pueden venir a expresar y representar en sí mismos los deseos de la ciencia moderna —en ello acaso se podría atisbar cuáles fueron las experiencias epocales de sus autores, suscitadas quizá tanto por la literatura filosófico-científica, como por los descubrimientos o acontecimientos científicos mismos. De alguna manera se pueden tomar esas producciones y manifestaciones artísticas como voces y visiones sobre el presente y el futuro; algo siempre habla —algo más que lo que se dice— por debajo y entre las líneas, o cualquiera sea la materia utilizada: las interpretaciones serán siempre diversas, pues si la belleza está, como se dice, en los ojos que la miran, así también la problemática suscitada está en el espectador que observa. Marshal Berman nos sumerge en una interpretación particular respecto del Fausto de Goethe y el problema de la ciencia y el desarrollo técnico; intentaremos verlo paralelamente con La pregunta por la técnica de Heidegger, procurando luego aportar unos breves comentarios sobre otros personajes de la literatura.

Es menester continuar pues con la lectura del Fausto goetheano de Berman, su análisis respecto de lo moderno y del papel de la técnica en lo moderno —en especial en Fausto II—, así como a la relación entre ello y el segundo texto heideggeriano sobre la técnica. Este análisis no nos aleja de la problemática que arriba abordábamos en torno a Bacon, Descartes, Campanella y todos aquellos que todavía habría que agregar. Caminamos todavía por la misma senda: el problema de la vida, su manipulación, las fuerzas que emergen de la misma, y las que el hombre hace emerger de ella.

Este personaje de Fausto es uno de los más ricos de la literatura y el pensamiento occidental, junto con Don Juan; no hay autor que goce de algún renombre que no haya dedicado hojas y reflexiones sobre ambos: partiendo del Anónimo del siglo XVI (1587) atribuido a Spiess, del cual el de Ch. Marlowe es contemporáneo, así como en Tirso de Molina se presupone el inicio de la tradición escrita sobre Don Juan con su El burlador de Sevilla, o el convidado de piedra —recuérdense los nombres de Heine, Turgeniev, Estanislao del Campo, Thomas Mann, Byron, Azorín, Montherlant, Espronceda, Marechal, Mozart, Jelusich, Unamuno y muchos más. Pero aquí nos incumbe el Fausto de Goethe bajo la lupa de Berman, considerado como la “tragedia del desarrollo”, que también puede ser contemplado bajo el problema de la vida —el propio Berman afirma que “la fuerza vital que anima a Fausto [es un] deseo de desarrollo[168].

Pero hay una salvedad de la que nos advierte: el espíritu del comienzo de la obra responde a condiciones sociales y materiales propias de la Edad Media, terminando en la segunda parte con las conmociones de la Revolución Industrial —revolución cuyas consecuencias y logros acabaron revolviéndose contra el hombre mismo, privándolo en al menos dos sentidos: alienándolo de la vida por la virtud de la inestabilidad que le es propia (“peligrosidad”, según Heidegger), y alienándole su propio trabajo (Marx); de aquí que Fausto pida a Mefistófeles gozar y, al fin, “estrellarme también”. A raíz de tal verso Berman considerará que “hasta la autodestrucción será parte integrante de su desarrollo”[169]. Y a causa de esto, de su autonegación, ¿no resulta propio el hecho de entrar en relación con Mefistófeles, que se autodefine como “el espíritu que siempre niega”?[170].

Pero esa destrucción final ya contenida en el inicio —rasgo fundamental de toda tragedia, aunque paradojalmente: pues el héroe griego desconoce hasta el último momento su destino final terrible (no así el espectador), mientras que aquí el propio Fausto lo atisba—, es una destrucción operada en y por el desarrollo de modo paralelo: destrucción de Fausto mismo y de la Naturaleza involucrada: “el único modo de que el hombre moderno se transforme, como descubrirá Fausto y también nosotros, es transformando radicalmente la totalidad del mundo físico, social y moral en que vive […] pero los grandes desarrollos terminan por exigir grandes costos humanos”[171] —es inevitable aquí no recordar las palabras de Bacon y Descartes; en la escena del Gabinete de Estudio, mientras Mefistófeles ironiza con el Estudiante bajo el disfraz de Fausto, revela la misma aspiración: lo único que falta descubrir y conocer a aquel que analiza alguna cosa viviente es el lazo íntimo, espiritual, que une y da vida a cada una de sus partes, es decir, la enkheiresis naturae.

Fausto, rechazando todo su saber en la contemplación y lanzándose a la acción —“En el principio era la Acción”—, diríamos también a la experimentación, sigue no obstante siendo un personaje paradójico. Sabe que está lejos de lo divino —“no me igualo a los dioses; harto lo comprendo”—, pero quisiera lograr su poder —“erit sicut Deus, sientes bonum et malum”, afirma Mefistófeles—; sabe que entre cuatro paredes no se logra penetrar en la naturaleza, ni con libros, ni probetas, ni infinitos doctorados[172], pero también que en la prâxis mundana el desarrollo requiere de ellos —la Acción requiere del Verbo-Lógos. Éste su lanzarse a la acción tiene, como en aquellos dos filósofos —por lo menos muy evidentemente en Bacon—, la impronta de querer llegar hasta el fondo de la vida misma (zoé), de experimentar en carne propia el poder de la creación; de ahí que —bien lo observa Berman— en el momento en que Fausto modifica el pasaje bíblico da pie inmediatamente a la entrada en escena de Mefistófeles, el “Dios de las moscas, Corruptor, Mentiroso”, el que “puede darle el poder de imitar a Dios [y que] personifica el lado oscuro no sólo de la creatividad, sino de la propia divinidad”[173].

Comparte con Nietzsche —o viceversa—, la noción de la dialéctica entre lo destructivo y lo constructivo —recuérdese el “a lo que se tambalea, ¡empújalo!” de Zarathustra. Así lo sabe también Berman: “todo lo que se ha creado hasta ahora debe ser destruido para empedrar el camino de las creaciones. Esta es la dialéctica que el hombre moderno debe asumir para avanzar y vivir”[174]. Sin embargo, la actitud predominante en Fausto parece ser la del constante y perpetuo movimiento, la de la ganancia y el gasto continuos de energía: operación por la cual toda esa dialéctica de la destrucción y la construcción pierde la necesidad de una teleología —y habría que ver cómo confrontar el problema de la Providencia, dada la existencia, aunque agregada en 1800, del “Prólogo en el Cielo”. Se trataría de un proceso dialéctico tal y como lo define, en oposición al sistema hegeliano, Friedrich Engels en Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana: aniquiladas la causa primera y la final, sólo resta el puro movimiento, en el cual no llegará nunca un momento del fin de la historia en el que debamos sentarnos de brazos cruzados —esto para Engels era completamente revolucionario; aunque admitía, y justificaba también, momentos de conservadurismo: allí cuando un orden se establecía como status quo, a la espera de ser derrocado por otro, y así ad infinitum.

Esta también es la perspectiva de Berman, pues analiza, como se vio, al Fausto como “tragedia del desarrollo” a partir de la frase de Marx; aunque —y aquí en discusión con Lukács[175]— no considera al fenómeno de Fausto como un páthos exclusivo del Capitalismo, sino como aspiraciones propias de la modernidad: y si recordamos una vez más a Bacon, Descartes, Campanella, la visión de Shakespeare, y tantos otros, lo que expresaban sus deseos sintomáticos, también aquí nosotros deberíamos decir que, no ya como período histórico delimitable, sino como páthos propio del hombre, el deseo de Fausto y aquéllos expresa una voluntad moderna; de “ayer, hoy y mañana”, como afirma Berman[176]. Sin embargo, se puede ver aquí el doble filo del fenómeno de la modernidad: Fausto arrastra y aniquila todo lo que toca; todo tiene que ser trastocado y dejado atrás sin más en el mismo momento en que ya no es funcional —Nietzsche dirá que en el hombre típicamente moderno se opera siempre una misma actitud: “todo lo reduce a papilla”; no sólo porque lo destruye, sino porque ésa es la única forma que tiene aquél de relacionarse: para “consumirlo”, comprender a lo otro, asumirlo, tiene que hacerlo descender hacia sí, rebajarlo, empobrecerlo todo. He aquí lo trágico e inquietante, el costado demoledor y empequeñecedor de un proceso creado por un hombre —que quiso manipularlo todo con suma potestad divina—, pero que se le escapó de las manos —o que éste arrojó lejos de sí inmerso en el asco cuando se apercibió de la faz horrorosa de aquella su criatura[177].

La metamorfosis desarrollista de Fausto II es analizada por Berman bajo la lupa del trabajo y la explotación obrera; aquí se evidencia una nueva manifestación en el poder de Fausto: “el poder sobre la fuerza del trabajo”[178]. Es aquí donde Fausto quiere llevar a cabo su gran construcción arrasadora, para la cual ha de convertirse en capataz, instando a todos a trabajar en su puro capricho —lo cual recuerda al tirano con cabeza de león en el Don Juan de Marechal, para quien “sólo existe una gran voz de mando, y un gran silencio que obedece”. Y es también en pos de su concreción que, según Berman, Fausto comete “su primera maldad consciente”[179] al aniquilar a Baucis y Filemón; pero se trata de otra característica del procedimiento economizado de la modernidad: envía a Mefistófeles y sus matones a quitar del medio a quienes frenan costosamente su empresa —aquéllos vendrían a ser el aparato burocrático que ejecuta las órdenes obediente e impersonalmente: “yo sólo hago mi trabajo”; órdenes que responden al aplastante sistema de poder y obediencia jerárquico-piramidal. Esta cara oculta y devastadora no inocente del progreso comienza a develársele al propio Fausto, volviéndosele en contra; no podemos más que coincidir con Berman cuando afirma que el movimiento autoengañador de Fausto fue el de creer que “podría crear un mundo sin ensuciarse las manos [puesto que] el proceso mismo del desarrollo, aun cuando transforme un terreno baldío en un pujante espacio físico y social, recrea el baldío dentro del propio desarrollista”[180].

Esta es la expresión de la tragedia: en el seno de toda acción hay también una nada (nihil); de aquí que Nietzsche haya visto lúcidamente un “nihilismo de la acción”, cuyos tres rasgos eran: “no conocemos la acción que realizamos; no conocemos los motivos de la acción que realizamos; no conocemos el final de la acción que realizamos” —hay una tragedia en toda acción y creación; la recién citada frase de Berman nos recuerda ello, así como también la Esfinge en el Edipo Rey de Passolini: cuando Edipo vence el enigma y la arroja al abismo, ésta lo congela con la siguiente sentencia acerca de su propia verdad: “el abismo en que me hundes está dentro de ti”. Bacon y Campanella mentaron en sus Estados utópicos la concreción de sus más ansiados deseos —o de los suyos y los de sus contemporáneos—, su voluntad de increíbles inventos, flamantes artes, impensados conocimientos: penetrar en el fondo de la vida misma. Campanella imaginaba que todos los habitantes participaban de todos los conocimientos e inventos mejoradores de la vida —Fausto también, y sin embargo siente el vacío que se cierne sobre él y en él, pues a diferencia de aquéllos, y como el Dr. Frankenstein, pudo poner en acción su imaginación; y es en la acción, en la prâxis (la mejor de todas las piedras de toque) donde el hombre se prueba a sí mismo y a sus capacidades; de ahí que el propio Goethe en sus Máximas y Reflexiones, y el joven Nietzsche recordándolas, reconfigure el gnothi sautón: “¡conócete a ti mismo!, sí, pero en la acción, no en la contemplación”.

Con Berman hemos podido ver la doble faz del fenómeno técnico-desarrollista de la modernidad, el peligro que se halla latente y oculto desde el primer momento; de ahí que concluye con una suerte de esperanza o anhelo, un desafío: invertir la rueda de Ixión de modo tal que el hombre no quede aplastado bajo la rueda del desarrollo, sino que éste sea considerado en beneficio suyo[181].

Esta doble faz aparece también en el texto de Heidegger La pregunta por la técnica, cuando hacia el final y citando a Hölderlin afirma que “miramos el peligro y descubrimos con la mirada el crecimiento de lo que salva”[182]. Tal faz bifronte identificada, la del bien y el mal, que expresan Berman y Heidegger, aunque éste último esté pensando en otra cosa distinta con el “salva”, se encuentra insita en el hombre; que, como decía Mefistófeles, es un sientes bonum et malum —pero esta clase de ciencia fue justo la que lo expulsó del Paraíso. El hombre sabe —o si se quiere también: el Sujeto moderno representador—, como el Manfred de Byron, que saber más es poder hacer más, pero también esto lo conduce a un sufrir más —después de todo el lema trágico griego es to pathei mathos: al conocimiento por el dolor. Y en este tren, ¿no deberíamos recordar, en virtud de esta faz doble intrínseca en el hombre mismo, las palabras de Creusa en el Ión euripídeo?; poco más o menos decía esto: “tengo aquí dos gotas de la sangre de Medusa, la una: cura todos los males; la otra: es un veneno mortal”; y a la pregunta de “¿cómo las guardas?”, aquélla contestaba: “¡separadas! ¿acaso juntarías tú el bien con el mal?” —sin embargo, ¿no estaban juntas ambas gotas en el torrente sanguíneo de la propia Medusa?

Vayamos ahora al texto heideggeriano: lo trágico está también en el hecho de que sin importar que apostrofemos o veneremos a la técnica, ésta no obstante subsiste más allá e independientemente de tales extremas actitudes —y sin embargo, si quisiéramos preguntarnos por la esencia de la técnica, nunca nos encontraremos más lejos de dar con ella que cuando la concebimos como algo neutro[183], del mismo modo que considerándola así como un instrumentum, pues allí prima una definición antropológica e instrumental de la misma.

Pero la técnica no es en sí misma un mero medio —es algo más. Veíamos en aquellos filósofos una expresión de deseo: que dicho en el léxico heideggeriano podría expresarse así —si Bacon y Descartes aplaudían y requerían ellos mismos un mayor avance en el campo de la historia natural, la medicina, la física y la fisiología, era acaso porque, según han expresado grandilocuentemente, querían llegar al fondo y enigma secreto de la vida: querían desentrañar la phýsis, el “emerger-desde-sí”, que es también según lo afirma Heidegger un “traer-ahí-adelante” (poíesis)[184], por medio de la técnica experimental. Querían sin duda también desocultar aquello que se esconde: efecto que probablemente también para ellos era un develar (aletheuein)[185]. Empero, sea cual sea el andamiaje filosófico que lo soporta, hay una intención cierta de desocultamiento por la técnica, pues ésta “no es un mero medio [sino] un modo de salir de lo oculto”[186]. Epistéme y tékhne, teoría y praxis-técnica se corresponden de modo mutuo y sintético; pues conocer es patentizar algo, y esto es también operar un desocultamiento, un traer-ahí-adelante.

Pero la tékhne puede convertirse en provocadora, puede entrar en contracto abrasivo con la phýsis —muy lejos estará el campesino griego que, según Hesíodo en Los trabajos y los días, debía sembrar desnudo y cuidando, así como siendo él mismo cuidado en el mismo movimiento, a la tierra que lo sustenta. Tal provocación (emplazar), es un exigir, un extorsionar para obtener algo[187]. En eso viene consistiendo el carácter de la técnica moderna, desarrollada por aquél páthos.

Tal solicitud provocadora hacia la naturaleza deriva también en un almacenaje de existencias; y a su interpelación Heidegger le da el nombre de “estructura de emplazamiento” (Ge-stell), la cual no es sino la esencia de la técnica moderna[188]: ciencia que, en cuanto física, tuvo que volver —como vimos en la cita de Bacon— a la naturaleza una trama de fuerzas y relaciones calculables, para poder luego desentrañar en ella a partir de lo que de antemano había predeterminado como pasible de desocultar. Pero cabe aclarar que la esencia de la técnica moderna no es lo más evidente de conocer —en cuanto que interpela y provoca que existencias salgan a la luz— sino lo más difícil: pues según la definición clásica la esencia es lo primero sólo en el orden del ser, pero último en el del conocer.

Por lo demás, en la esencia misma en tanto Ge-stell, y a su vez en ésta en cuanto sino —y no en la técnica misma—, dice Heidegger, está insito el máximo peligro: “lo peligroso no es la técnica. No hay nada demoníaco en la técnica, lo que hay es el misterio de su esencia. La esencia de la técnica, como un sino del hacer salir lo oculto, es el peligro”[189]. Esto no quiere decir que la amenaza de la técnica y la tecnología sea nula, sino que, a juicio de Heidegger, lo primero en el orden de importancia en cuanto a la peligrosidad lejos de conllevarlo la maquinaria y la prâxis científico-técnica, está implicando al hombre mismo y su esencia —los resultados y experimentos conseguidos son peligrosos, pero más lo es el hecho de que el hombre pueda quedar fuera incluso de otro tipo o modalidad de acción o posibilidad. No obstante ello, habría que reflexionar si realmente es más peligroso que “al hombre le sea negado experienciar la exhortación de una verdad más inicial” —o lo que es lo mismo: que la Ge-stell amenace con negar al hombre un hacer-salir-lo-oculto más originario—, que esto otro: “los efectos posiblemente mortales de las máquinas y aparatos de la técnica”[190]; porque ¿qué lugar para la reflexión sobre lo primigenio y más originario queda una vez que lo posiblemente mortal se ha vuelto actualmente mortal?: la existencia real y efectiva antecede siempre a la especulación metafísica sobre la existencia.

Sea ello como fuera, como antes decíamos, es en el peligro mismo donde está también la salvación, lo que salva —como en la sangre de Medusa. Pues bien: también en la esencia de la técnica moderna está lo que salva —entonces la mirada se dirige al traer-ahí-adelante, a la esencia de la verdad.

¿Qué tipo de êthos y páthos es el de este hombre que se dedica a la reflexión y meditación serena acerca de la esencia de la verdad? No lo sabemos aquí, como tampoco qué se entiende allí por “verdad”. Si se trata de un reflexionar acerca del papel que nos hemos adjudicado en la historia, acerca de lo que hemos venido produciendo y produciéndonos a nosotros mismos, hay que aceptar ese reflexionar; pero ¿no se sacarán múltiples respuestas? Aun así, siempre es más cabal accionar al respecto de nuestras existencias que reflexionarla —o si se quiere mejor: la reflexión debe dar paso inmediato a la acción.

Caso contrario, nos sucede lo que afirma Goethe en sus Máximas y Reflexiones: el que sólo medita y no acciona, se vuelve venenoso y cenagoso —cualidad básica de la caracterización que Nietzsche hace del “ideal ascético”. Y aun Fausto da al traste con todo su saber contemplativo en pos de una acción: de la cual vimos ya su trágica doble faz —más: ¿y si también hubiera un peligro insito en la consideración que reflexiona sobre la esencia de la verdad? ¿y si la verdad, lo primero e íntimo fuese, a su modo, también peligroso? Sade lo supo en su poema De la Verdad.

El espíritu arrollador de Dr. Fausto comparte algo con Dr. Frankenstein y con Dr. Jekyll —éste último aplica la técnica química contra sí mismo, y en este movimiento hacia el propio cuerpo constituye uno de los relatos más originales: sin duda Jekyll quiere modificar algo del mundo, pero comienza con hacer la experiencia sobre sí mismo; aquella duplicidad que era Medusa lo es también el hombre, y esto era justamente lo que quería separar en su propio interior mismo la ciencia de Dr. Jekyll por la vía de lo artificial. Aquí seguimos en la misma senda del querer descifrar lo incognoscible de la zoé: lo que Nietzsche llamaría el “instinto moral” —claro que todos los científicos (no es azar que todos sean “Dr.”) pensaban mejorar y hacer un aporte la humanidad: como por ejemplo, el poder controlar y erradicar todo vestigio del mal en el hombre, dejándolo totalmente pulcro de ánimo. Pero a Jekyll le sucede lo mismo que a Frankenstein: su terrible logro se le vuelca contra sí mismo, sus seres más queridos, y en fin, terceros —cuyo eufemismo hoy es “daño colateral”—; sin embargo hacia el final esboza una suerte de profecía para la futura interpretación del hombre respecto de sí mismo: afirma su pobreza en haber considerado al hombre como un complexo doble donde habitan sólo el bien y el mal, sin embargo sabe que otros vendrán después de él que aprenderán a ver al hombre como algo más que la mera voluntad de bien o la voluntad de mal —el ser humano será visto como un complexo múltiple de voluntades pugnantes entre sí (multiplicidades de voluntades de poder, diría Nietzsche)[191].

Por su parte, la misma intervención sobre la vida la opera el hombre-dios que fue Frankenstein, el “moderno Prometeo”; expresa el mismo deseo que Bacon en New Atlantis doscientos años antes —sin embargo Mary Shelley, con actitud distinta de Bacon, prefirió creer que “puede darse forma a oscuras sustancias amorfas, pero no se puede dar el ser a la sustancia misma”[192]; sí se atrevió a imaginar qué podría llegar a suceder si en efecto se lograse. Y ello porque estaba de seguro al tanto de las aspiraciones de la ciencia, la alquimia, la química, la medicina, la fisiología, la anatomía: de hecho la historia, según ella misma relata, nació tras presenciar una conversación filosófica entre Lord Byron y su esposo Percy Bysshe acerca del fenómeno del galvanismo (la electricidad), así como los de Erasmus Darwin. En el deseo de la ciencia y la técnica moderna cada vez creciente Mary Shelley se atrevió a pensar consecuencias, creando un Prometeo que expresaba en sí mismo todos los deseos de la época: alcanzar el máximo poder sobre la vida —del mismo modo que, en grandes rasgos generales, el personaje de Don Juan expresa en sí mismo el deseo humano de vivir en el eterno instante y gozar el ahora, sin importar las consecuencias (nihilismo activo de la acción).

Pero Frankenstein no es el único; Robert Walton, quien lo rescata en los glaciares, mientras éste iba persiguiendo por todo el orbe a su horrenda creación —“el demonio”, como lo llama— para darle muerte, era también un Prometeo en potencia; de ahí que Frankenstein nárrale la historia para aleccionarlo[193] —y sin embargo, éste se probó a sí mismo con su acción, y resultó, como él mismo afirma en estado exánime, una víbora que se muerde la cola. Fausto, Bacon, Descartes, Jekyll —y Frankenstein: “el mundo era para mí un secreto que deseaba desentrañar [mediante] la investigación seria de las leyes ocultas de la naturaleza [hasta llegar] a los secretos metafísicos y físicos del mundo en su más alto sentido”[194]. Berman afirma que en Fausto se opera un deseo moderno encerrado en una sociedad de represión medieval; Mary Shelley hace bascular a Dr. Frankenstein desde la elucubración excéntrica de la alquimia (Cornelio Agrippa, Paracelso, Alberto Magno), hasta las aspiraciones más cabales de la ciencia moderna: y sin embargo en torno a la vida, un Director de la Universidad acabará afirmándole que ambas tienen el mismo querer —y aparece, pues, la matemática y el cálculo: “dejé a un lado la historia natural con toda su progenie, juzgándola creación abortada y deforme [y] me consagré a las matemáticas y a las ramas de la ciencia, puesto que era la única edificada sobre firmes cimientos”[195]. Este personaje también conoce un destino trágico, como una suerte de “tragedia de la biología”: “El destino era demasiado poderoso, y sus leyes inmutables habían decretado para mí una absoluta y terrible destrucción” —este moderno Prometeo, de haber sido interrogado del mismo modo como lo fue el Prometeo inconcluso de Goethe, antes de la caída hubiese contestado con la misma certeza y tozudez; le preguntaron hasta dónde llegaba su imperio: “¡todo el círculo que recubre mi acción!; nada por encima ni nada por debajo de allí”. Hasta donde llega la acción: pero la acción de la ciencia y el desarrollo no tiene, como bien había observado Berman, un télos final[196].

Frankenstein se dedica, como prometía Descartes, al estudio de la medicina y la fisiología para resolver la pregunta “más atrevida”: ¿de dónde viene el principio vital? Pero también, como Bacon, estudia la descomposición y la corrupción —las “desviaciones”—, que también enseñan. Vemos, pues, un deseo común que a la hora de la reflexión nos ayuda a detectar un síntoma común —también Leonardo construyó una máquina de forma humana con poleas y cables internos: le faltó darle movimiento, otorgarle la vida; aunque buscaba más un auto-móvil de guerra que la creación viva.

Estas personificaciones de la literatura suelen acabar en la autodestrucción, en la muerte final causada por sí mismos como un suicidio diferido; y hacia el final el personaje acaba revelando siempre su errada acción con un pesimismo completo hacia el deseo de tener que saberlo todo y llegar al fondo último de todas las cosas.

La crítica de Nietzsche a los presupuestos de la ciencia en la época moderna

Ahora bien, hay otra posibilidad, un desenmascaramiento: no hay tal fondo último de las cosas, no hay esencias, ser, entes, naturaleza, causalidad, etc. He aquí el planteo nietzscheano: el cual no implica, no obstante, la ausencia del apercibimiento de que la ciencia impone categorías de análisis (objeto representado o mundo) que después ella misma llama paradójicamente “descubrimientos”. Así se introduce el análisis de Sobre verdad y mentira en sentido extramoral (1874), en el que comienza la crítica al pensar representativo, que según vimos fue el pilar, de Descartes en adelante, de la ciencia —junto con el deseo baconiano, cuya influencia también cabal intentamos atisbar aquí: pese a las ausencias citadas.

Ya el comienzo mismo es radical, es decir, ataca desde la raíz: el conocimiento, que la metafísica aristotélica adjudicaba como deseo humano “por naturaleza”, es lo último en el hombre, no lo primero —es algo inventado en un minuto altanero y falaz. Todavía más: en el momento en que el hombre desaparezca de la tierra, “no habrá sucedido nada”[197]; y a continuación lanza una ironía que alborea la noción de voluntad de poder: si interrogásemos a la mosca concluiríamos que en ella anida el mismo páthos de la distancia que la convierte en “centro volante del mundo” —este querer-ser, y asimismo querer-ser-considerado, como el centro del mundo; este querer remitirlo todo en torno de sí; este forzar a los otros a moverse periféricamente para-mí, tal y como lo pedía el Sol en el diálogo Copérnico de Leopardi, en cuanto querer y páthos es el que recuerda la noción de voluntad de poder, observable aun en la mosca: pues como dice en la obra homónima póstuma, “allí donde encontré vida, allí encontré voluntad de poder, y aun en el esclavo encontré voluntad de ser señor”.

También se alborea el análisis del intelecto realizado en Genealogía de la Moral: allí, como aquí, el intelecto es producto de la debilidad, el ideal ascético que ante la inacción se refugia en su sí mismo y planea venenosamente la transvaloración, la “más terrible de las venganzas”; el individuo se conserva por medio del entendimiento, ese maestro de la ficción y la mentira bienamado por los hombres “débiles y poco robustos”. Asimismo se toca el tema del contrato como artificio convencionalista —aunque en Genealogía rechace en política todo contractualismo, pues, según dice, hay fuerza de imposición por parte del hombre noble: y a éste, ¿qué le importan los acuerdos?— tanto en función de lenguaje como gnoseológicamente; el hombre se inclina hacia la ficción, pero por necesidad y hastío quiere vivir gregariamente y confecciona un “contrato de paz” para eliminar el bellum. Es este el despuntar del impulso hacia la verdad —sólo luego de “expulsado” y contenido el bellum de todos contra todos, puesto que el hombre realmente descansa sobre el lomo de un tigre: la crueldad, el asesinato, la codicia (“orígenes bajos” de Genealogía de la moral); es decir, fuera de los movimientos corporales evidentes, todo lo demás que él es le permanece oculto, pero no obstante siempre irrumpe y eclosiona; en el cuarto de la consciencia el hombre se ha escondido de su cuerpo.

Una vez hecha la contratación, acaso igual de mítica que en Hobbes, se logra una “designación de las cosas uniformemente válida y obligatoria”, en la cual, como decíamos, el lenguaje tiene su papel interventor y legislador —primer contraste entre Verdad y Mentira. A partir de este movimiento se construye toda la constelación de verdades; pero ¿qué son ellas mismas? ¿cómo pudieron originarse en un animal esencialmente ficcionador? —y una vez mentadas esas verdades, ¿las desea hasta las últimas y más terribles consecuencias?

Pero resulta que no hay naturalismo en el conocimiento: ni el conocimiento de la cosa concuerda con la cosa misma, ni el lenguaje —vehículo del conocimiento— es una expresión adecuada de la cosa. Únicamente el “olvido” le oculta todas estas realidades: el olvido trueca ilusiones por verdades. Y aun cuando las palabras del lenguaje no reflejan la cosa, ¿qué son ellas mismas?: “la reproducción en sonidos de un impulso nervioso” —no de ideas innatas o imágenes mentales; y todo impulso nervioso tiene realidad en el individuo, mas no necesariamente es el resultado de la cosa como causa exterior (falso uso de la causalidad). No obstante ello, el hombre extrapola el impulso nervioso en imagen, y luego ésta en sonido, saltando completamente entre esferas que son ajenas; éstos movimientos de extrapolación provocan el hecho de que en realidad no nos relacionemos con las cosas mismas, sino con metáforas, caricaturas de las mismas.

Lo mismo sucede con los conceptos: se crean cuando las palabras van más allá de la referencia a lo singular y particular en que se han originado; por tanto todo concepto se forma “por equiparación de casos no iguales”, situación en la que todo rasgo propio y característico es subsumido bajo aquél. Así se suscita la representación, que por índole intrínseca está vaciada de realidad y particularidad.

¿Qué es entonces la verdad?, pregunta retóricamente Nietzsche, y responde de modo lapidario: “una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas […] ilusiones de las que se ha olvidado que lo son” —ya la imagen misma de “hueste en movimiento” evidencia los rasgos puramente abusivos, firmes y sólidos, avasalladores en bloque como una columna de hoplitas en formación; ser veraz es, pues, no sólo utilizar “metáforas usuales” admitidas inconscientemente por todos, sino más radicalmente: dejarse avasallar por las palabras; palabras que en un principio habían sido creación de un páthos de la distancia, pero que después se llenaron con contenidos ascéticos (inacción o falta de poder para la nueva construcción propia del ideal ascético en Genealogía). De aquí, quizá, aquella frase del Crepúsculo de los ídolos en donde se dice que Dios todavía permanece firme en la gramática, porque es ésta, en última instancia, el último y más recóndito escondrijo de la “sabandija divina”, en tanto que con la pronunciación de una simple vocal perpetuamos los ídolos.

La Voluntad de Verdad —esa que en sí misma y en pos de sí misma pasa luego a ser también uno de los asesinos de Dios— se hace posible, por tanto, luego del olvido del convencionalismo.

La intuición queda situada como enemiga del razonar: toda impresión repentina atenta contra ese ejército móvil de conceptos y formas que establecen el campo para lo racional —y a partir de aquí se logra, como consecuencia política de aquél estatuir gnoseológico, todo un orden piramidal “por castas y grados” que regula e impera. La metáfora conceptual, las abstracciones son ahora, en cuanto suma de individualidades, más poderosas y llamadas a regir sobre las intuiciones (metáforas individuales). Se ha erigido un gran edificio verticalista de conceptos: pero que es un “columbarium”, una “necrópolis de intuiciones”: un nicho donde se guardan cadáveres —en el §125 de la Gaya Scienza el Loco advierte entre carcajadas que una vez muerto Dios las Iglesias se han convertido ahora en “mausoleos de Dios”; aquí los conceptos son “mausoleos de las intuiciones”[198].

¿Cómo se produce el conocimiento? ¿Cómo se descubre la verdad —cuando, siendo denunciada como creación y ficción artística del hombre, debería tenerla a la mano? Así: el hombre se inventa un juego de las escondidas, como si la investigación de la verdad fuese cosa de esparcimiento —la esconde detrás de un matorral, y a continuación la busca y, como no podía ser menos, la encuentra: “esto es lo que sucede con la búsqueda y descubrimiento de la verdad dentro del recinto de la razón”. La verdad no es, pues, en-sí e independiente del hombre, sino puramente antropomórfica.

A continuación se esboza el problema de la perspectiva, de la interpretación —en Genealogía muy al pasar se habla de la “esencia del interpretar” como un roer, mutilar, sojuzgar, recortar, etc.— y el triunfo momentáneo de una de ellas; así como en la fábula del inicio, la mosca podía creerse con igual razón centro del mundo, aquí se dice: “el insecto o el pájaro perciben otro mundo completamente distinto al del hombre y la cuestión de cuál de las dos percepciones del mundo es la correcta carece totalmente de sentido, ya que para decidir sobre ello tendríamos que medir con la medida de la percepción correcta, es decir, con una medida de la que no se dispone [y es] un absurdo lleno de contradicciones”. Más tarde, hacia el final de su vida consciente esboza el mismo desenmascaramiento pero desde la perspectiva de la vida: ni la decisión “la vida merece la pena de ser vivida” (afirmadores), ni la opuesta: “la vida no vale la pena de ser vivida” (negadores; espíritu de la pesadez; nihilismo pasivo; ideal ascético; Sócrates), ninguna, pues, es más verdadera que la otra; sólo sirven como síntoma en el que habla, pues es la vida, dirá en el Crepúsculo de los ídolos, la que habla por debajo de ellos —y juzgar que una es más verdadera que la otra implica situarse en posición desde un tópos imposible: la del que analiza desde la perspectiva del Absoluto, pero ese punto de vista es imposible (aunque sea el que Hegel pretenda ocupar).

De modo que entre sujeto y objeto no hay causalidad en las relaciones sino a lo sumo un extrapolar visto como una “conducta estética”[199] —¿reducción de la gnoseología a una estética del conocimiento?—

Este impulso estético propio del hombre es el que crea todas las metáforas antropomórficas —pero hay todavía otro campo para la creación: el mito y el arte; en este terreno juega y manipula impunemente con todos los conceptos: “los destruye, los mezcla desordenadamente y los vuelve a juntar irónicamente, uniendo lo más diverso y separando lo más afín”. Ahora se retorna al campo de las intuiciones, pues se ha despertado como el vampiro del sarcófago de los conceptos. Pero son éstas manifestaciones de dos tipos de hombre, el hombre racional y el hombre intuitivo, que, en ocasiones caminan juntos, pero cuando el intuitivo domina, “puede, si las circunstancias son favorables, configurar una cultura y establecer el dominio del arte sobre la vida”. Todavía en Genealogía afirmará que la ciencia no es nunca enemiga del ideal ascético, a pesar de la Inquisición, el juicio a Galileo y otros tantos procesos, sino contrariamente una más de sus variantes y refinamientos, otro síntoma de la vida periclitante: nunca una manifestación de mayor y creciente ilustración, progreso hacia lo mejor, evolución o desenvolvimiento, sino decadencia —en vistas al páthos que la promueve. De modo que aquí en este texto todavía el arte sigue teniendo, como en el texto de 1874, un papel superior en cuanto oposición y hasta juego irónico con todas las expresiones del ideal ascético —aunque éste modo de concebir al arte sea acaso distinto al de aquélla época: “el arte, en el cual precisamente la mentira se santifica, y la voluntad de engaño tiene a su favor la buena consciencia, se opone al ideal ascético mucho más radicalmente que la ciencia”[200].

Ahora bien, más o menos veinte años después, Nietzsche esboza similares problemáticas desde puntos de vista distintos o, si se quiere, refina y pule sus propias consideraciones. Algo de ello se ha visto ya en torno al problema de la contratación. En la época de Sobre verdad y mentira en sentido extramoral (1874) esboza la cuestión de la verdad y del lenguaje que expresa esa verdad bajo los términos de la necesidad del gregarismo: el individuo, en su “estado natural”, pretende siempre autoconservarse frente a los demás, y por ello utiliza al intelecto para estos fines —ficción como mecanismo de defensa; sin embargo, “tanto por necesidad como por hastío, desea existir en sociedad y gregariamente [por lo cual] precisa un tratado de paz”[201].

Desde este punto de vista, una vez establecidas convencionalmente las constelaciones de verdades, según vimos también, es posible comenzar a contrastar mentiras —o atentados contra el tratado— y verdades —adecuación y conservación del contrato—; luego, por definición, el mentiroso es aquel que “abusa de las convenciones”, de las metáforas convencionales[202], llevándolas hacia un beneficio propio que incluso perjudica potencialmente a los demás: pero sólo será expulsado de la sociedad si produce tal perjuicio, de modo que lo que aquí se evidencia es que lo que realmente hiere no es el embuste, sino el embuste que perjudica; no podría ser de otro modo, pues de lo contrario la actitud social, su existencia misma, sería ya total y radicalmente una refutación y contradicción en sus propios términos, ¿o no se afirma y cimenta ella misma en el embuste, olvido mediante, pero embuste al fin?.

Desde aquí, saltando hacia Genealogía de la moral (1887), se puede pensar una redefinición de los términos: en primer lugar, y aunque mencionado a propósito de la cuestión política del Estado (y no tanto en torno al problema de la verdad; a pesar de que se complementen, porque el movimiento consiste en que de una situación previa estamental se sublima siempre hacia una anímica, y luego conceptual), el argumento del contrato se toma ahora a partir de una decisiva oposición al contractualismo: “Así es como, en efecto, se inicia en la tierra el «Estado»: yo pienso que queda refutada aquella fantasía que le hacía comenzar con un «contrato» [pues] quien puede mandar, quien por naturaleza es señor […] ¡qué tiene el que ver con contratos!”[203]. En segundo lugar, así también queda comprometido el lenguaje: si en 1874 consideraba que en virtud de ese contrato “lingüístico-gnoseológico” se establecía una designación de las cosas “uniformemente válida y obligatoria”, en Genealogía afirmará que: “el derecho del señor a dar nombres llega tan lejos que deberíamos permitirnos el concebir también el origen del lenguaje como una exteriorización de poder de los que dominan: dicen «esto es esto y aquello», imprimen a cada cosa y a cada acontecimiento el sello de un sonido y con esto se lo apropian por así decirlo”[204].

Este pasaje o tránsito nos sumerge en el problema mismo de la genealogía, en tanto remontarse al origen: pero es un remontarse o, más bien sumergirse, por lo demás particular. Claro que tanto Sobre verdad y mentira como Genealogía son análisis genealógicos, aunque planteados en términos distintos; el primero plantea un origen bajo de la verdad, del lenguaje, las palabras y los conceptos que lo sostienen —de ahí que el origen bajo (cuyo motto: “todo nace de un embuste”) desenmascare la siguiente situación vergonzosa: “los hombre no huyen tanto de ser engañados como de ser perjudicados mediante el engaño [pues] no detestan en rigor el embuste, sino las consecuencias perniciosas, hostiles, de vierta clase de embustes”[205]—; el segundo plantea el origen bajo de los valores morales que también descansan sobre la crueldad (como sobre el lomo de un tigre) —de ahí que esta vez el desenmascaramiento sea, por ejemplo, el hecho de que ante la crueldad trágica o ante la crueldad sanguinaria expresada en la pasión de Cristo (sublimaciones del placer por la crueldad), “lo que propiamente nos hace indignarnos contra el sufrimiento no es el sufrimiento en sí, sino lo absurdo del sufrimiento”[206].

Dos formas de análisis genealógico, pues, pero planteados en términos más radicales y demoledores en Genealogía —de hecho, en este texto se delimita la discusión bajo el rótulo mismo de un análisis genealógico como “herramienta” propia y efectiva. Aquí los conceptos morales no son lo dado que se pone en cuestión, sino que lo que se analiza propiamente es el problema del valor de los valores morales: “¿en qué condiciones se inventó el hombre esos juicios de valor que son las palabras bueno y malo? ¿y qué valor tienen ellos mismos?. ¿Han frenado o han estimulado hasta ahora el desarrollo humano? ¿son un signo de indigencia, de empobrecimiento, de degeneración de la vida?”[207]

Esta búsqueda e interrogación acerca del valor de los valores se ejecuta desde el punto de vista fisiológico, etimológico, del “sentido histórico” —que en Genealogía II, §4 llama “instinto histórico”—, e incluso psicológico: pero al modo del Crepúsculo —cuyo título puesto opcional había sido La ociosidad de un psicólogo—, no al modo de los genealogistas ingleses. Éstos efectúan una genealogía a-histórica, y que no va más allá de un análisis frío y calculador en el nivel de la consciencia; por ejemplo, la génesis del concepto “Bueno” obedece a ciertos mecanismos internos de consciencia que una vez descubiertos valen para todo tipo de hombre, en todo tiempo y lugar, justamente por haber dejado de lado lo histórico y lo fisiológico —aquí subyace la noción mecanicista, en última instancia de un Descartes, Hobbes, Locke, Hume quienes parten de “algo puramente pasivo, automático, reflejo, molecular, estúpido de raíz”[208]

La verdadera genealogía invierte estos términos (utilidad-olvido-hábito) y arroja aquellos orígenes bajos, crueles, terribles: los valores nacen de un páthos noble de la distancia, de un arriba hacia un abajo —en el origen está la exteriorización de un poder. Luego el sojuzgado, el ideal ascético, el que no puede actuar sino reaccionar (el sacerdote que pierde su puesto de poder frente al caballero-aristocrático), el impotente en la praxis, opera “la más espiritual de las venganzas” —transvalora radicalmente los valores nobles (bueno = noble = poderoso = bello = feliz = amado de Dios) porque en ellos, en su replegarse a la interioridad, ha hecho su nido la inteligencia, de modo que ahora “¡los miserables son los buenos; los pobres, los impotentes, los bajos son los únicos buenos; los que sufren, los indigentes, los enfermos, los deformes son también los únicos piadosos, los únicos benditos de Dios, únicamente para ellos existe la bienaventuranza”[209]. Por la inteligencia y sólo por la inteligencia que, como ciudadela de un cuerpo débil, sometido a un régimen, ascético, decadente, narcotizado, ha adquirido esos rasgos de prestidigitación que se veía en Sobre verdad y mentira: en el ideal ascético la inteligencia nace como «puerta falsa», como escondrijo, “mirada de reojo”, mientras que en el hombre noble ésta sólo aparece como “lujo y refinamiento”, puesto que allí lo primordial es “la perfecta seguridad funcional de los instintos inconscientes reguladores”, así como “cierta falta de inteligencia”[210].

Este develamiento (poder impositivo del hombre noble, valoración aristocrática como sojuzgamiento y crueldad, postrer transvaloración ascética) no es, vale decirlo pese a la obviedad, lo-que-sucedió —así como tampoco la operación de una nueva transvaloración de todos los valores como proyecto implica retornar necesariamente al hombre noble aristocrático en sentido social y político—, lo efectivamente acontecido, el origen fundamental que ha quedado sepultado bajo la valoración ascética; es por el contrario una apropiación válida, una configuración e interpretación del origen efectuada bajo el análisis histórico, fisiológico, etimológico, psicológico. En rigor podríamos decir que es fruto también de esa “fuerza plástica”, remodeladora y regeneradora de la historia, que opera como por una dialéctica de la memoria y el olvido, en tanto fuerzas fisiológicamente activas [211].

Vemos que la idea de apropiación se correlato en el análisis genealógico nietzscheano con las de interpretación y perspectiva como antídotos contra ideal ascético en los valores —vale la citar un poco in extenso algunos párrafos ejemplificadotes de: (a) la interpretación como efecto de poder que se instala momentáneamente, y contra todo teleologismo intrínseco:

«la causa de la génesis de una cosa y la utilidad final de ésta, su efectiva utilización e inserción en un sistema de finalidades, son hechos toto coelo [totalmente] separados entre sí; [pues] algo existente, algo que de algún modo ha llegado a realizarse, es interpretado una y otra vez por un poder superior a ello, en dirección a nuevos propósitos, es apropiado de un modo nuevo, es transformado y adaptado a una nueva utilidad; que todo acontecer en el mundo orgánico es un subyugar, un enseñorearse, y que, a su vez, todo subyugar y enseñorearse es un reinterpretar, un reajustar, en la que, por necesidad, el «sentido» anterior y la «finalidad» anterior tienen que quedar oscurecidos o incluso borrados totalmente [Así] todas las finalidades, todas las utilidades, son sólo indicios de que una voluntad de poder se ha enseñoreado de algo menos poderoso […] y la historia entera de una «cosa», de un órgano, de un uso, puede ser así una ininterrumpida cadena indicativa de interpretaciones»[212];

(b) la interpretación y perspectiva en contra del objetivismo común (pero definida como una forma futura de objetividad) y como única vía de acceso del conocimiento:

“[futura objetividad] entendida esta última no como «contemplación desinteresada», sino como facultad de tener nuestro pro y nuestro contra sujetos a nuestro dominio y de poder separarlos y juntarlos: de modo que sepamos utilizar en provecho del conocimiento cabalmente la diversidad de las perspectivas y de las interpretaciones nacidas de los afectos [Son] las fuerzas activas e interpretativas […] las que hacen que ver sea ver-algo [puesto que] existe únicamente un ver perspectivista, únicamente un «conocer» perspectivista; y cuanto mayor sea el número de afectos a los que permitamos decir su palabra sobre una cosa, cuanto mayor sea el número de ojos, de ojos distintos que sepamos emplear para ver una misma cosa, tanto más completo será nuestro «concepto» de ella”[213]

Esta interpretación, cuya «esencia» es un “violentar, reajustar, recortar, omitir, rellenar, imaginar, falsear”[214], arroja, en torno a la moral, la conclusión a que arriba en Crepúsculo y en Más allá del bien y del mal; a saber: “no existen fenómenos morales, sino una interpretación moral de los fenómenos”[b].


CAPÍTULO 3

1. El concepto de razón

a. La razón cartesiana

Introducción

“Es justo el apuntamiento de Hegel –comenta Chatelet- cuando declara que Descartes es el filósofo fundador de la modernidad. Si se acepta la verdad de la nueva física, no se puede ya funcionar con la misma ontología, con la misma concepción del ser, de lo real. (…) Descartes plantea la cuestión crucial de la naturaleza del sujeto cognoscente y de la naturaleza del objeto conocido. Simplificando, podría decirse que hasta Descartes la filosofía se ha planteado la pregunta ¿qué es el ser?, ¿cómo está hecho? Descartes la sustituye por esta otra: ¿qué es el conocimiento? Lo cual revalida la empresa de Galileo al mostrar en qué condiciones generales el trabajo de Galileo se torna inteligible”[215].

El objetivo de este apartado es realizar un rastreo bibliográfico del concepto de razón en René Descartes. Dado que el pensamiento cartesiano gira en torno a dicho concepto, será muy difícil delimitar los temas ya que todo está relacionado con ella: está ligada al sujeto que la posee[216], a su objeto que es la verdad, a Dios que es su fundamento y al método que es el camino que la guía. Para ello, analizaremos las cuatro primeras partes de El discurso del método[217].

La razón universal

“El buen sentido es la cosa mejor repartida del mundo (…)”[218]. Ésta es la primera aseveración que formula Descartes en El discurso del método. Este “buen sentido” es la “razón”. Todo sujeto posee razón. La razón es una capacidad que está en todos los hombres. Es un rasgo universal.

El texto continúa así: “(…) pues cada cual piensa que posee tan buena provisión de él que aún los más descontentadizos respecto a cualquier otra cosa, no suelen apetecer más del que ya tienen.”[219] Si bien este argumento es débil, ya que da a entender que todo el mundo está conforme con la razón que le toca y con cómo se reparte, la afirmación que sostiene que la razón está universalmente distribuida en todos de la misma manera es fuerte.

El objeto de la razón

Un poco más adelante agrega:

“(…) la facultad de juzgar y distinguir lo verdadero de lo falso, que es propiamente lo que llamamos buen sentido o razón, es naturalmente igual en todos los hombres; y por lo tanto, que la diversidad de nuestras opiniones no proviene de que unos sean más razonables que otros, sino tan sólo de que dirigimos nuestros pensamientos por derroteros diferentes y no consideramos las mismas cosas. No basta, en efecto, tener el ingenio bueno; lo principal es aplicarlo bien.”[220]

Lo primero que hay que destacar de este párrafo es que la función de la razón, su objeto, es distinguir lo verdadero de lo falso. Lo segundo es que todos los hombres poseen, por naturaleza, una razón; por el solo hecho de ser humanos, ya se está dotado de razón. Lo tercero es que las distintas opiniones de los hombres tienen que ver con los diferentes usos de la razón. Esto último llevará a Descartes a buscar un “método” que le ayude “a conducir bien la razón”. Dada por sentada la capacidad racional en todos los hombres, lo importante es el método, el medio de conocimiento.

Lo importante para Descartes es encontrar un fundamento en una época histórica en la que toda certeza parecía derrumbarse. Esta base segura y firme desde donde partir es necesaria pero también es necesario un método, entendido como uso recto de la razón, como la herramienta para el desarrollo de un saber sin error, pareciera ser que lo importante es la función del método y no cuál sea éste.

Los rasgos de la razón

“(…) nunca he creído que mi ingenio fuese más perfecto que los ingenios comunes; hasta he deseado muchas veces tener el pensamiento tan rápido, o la imaginación tan nítida y distinta, o la memoria tan amplia y presente como algunos otros. Y no sé de otras cualidades sino esas, que contribuyan a la perfección de ingenio; pues en lo que toca a la razón o al sentido, siendo, como es, la única cosa que nos distingue de los animales, quiero creer que está entera en cada uno de nosotros (…)”[221]

Hay tres cualidades distintivas de la razón: la imaginación, la memoria y el entendimiento; éste último es el que permite acceder a la verdad, a los conocimientos. Al final de la cita, Descartes señala que la razón es lo que distingue al hombre del resto de los animales, y que lo que dignifica a los hombres es la búsqueda de la verdad.

El método

“(…) fue una gran aventura para mí el haberme metido desde joven por ciertos caminos, que me han llevado a ciertas consideraciones y máximas, con las que he formado un método, en el cual paréceme que tengo un medio para aumentar gradualmente mi conocimiento y elevarlo poco a poco (…)”[222]

El método es para Descartes un medio (conjunto de reglas) o instrumento que lo lleva por el camino que conduce a la verdad. La finalidad del método es conducir bien la razón para alcanzar la verdad.

“(…) tales frutos he recogido ya de ese método que, aún cuando, en el juicio que sobre mí mismo hago, procuro siempre inclinarme del lado de la desconfianza (…)”[223]

Aquí se manifiesta la preocupación de Descartes por evitar el error, lo cual lo lleva a hacer de la duda un método. Uno de los rasgos de la duda es destruir lo que hasta ahora se había tomado como cierto. Descartes vive con lucidez el fracaso de más de veinte siglos de esfuerzos filosóficos, por eso se propone, con decisión, dar término definitivo a tal estado de cosas y fundar el saber sobre una base cuya firmeza esté más allá de toda sospecha, y que permita superar el error derivado de los prejuicios.

“Pero me gustaría dar a conocer en el presente discurso, los caminos que he seguido y representar en ellos mi vida (…) para que cada cual pueda formar su juicio, y así, tomando luego conocimiento, por el rumor público, (…), sea éste un nuevo medio de instruirme (…). Mi propósito, pues, no es el de enseñar aquí el método que cada cual ha de seguir para dirigir bien su razón, sino sólo exponer el modo como yo he procurado conducir la mía.”[224]

El discurso puede ser tomado como una autobiografía intelectual que luego somete a la crítica pública. Descartes señala que este método es el que sigue para dirigir bien su razón, pero que no pretende que sea el único.

La duda

“(…) fui criado en el estudio de las letras y, como me aseguraban que por medio de ellas se podía adquirir un conocimiento claro y seguro de todo cuanto es útil para la vida, sentía yo un vivísimo deseo de aprenderlas. Pero tan pronto como hube terminado el curso de los estudios, cuyo remate suele dar ingreso en el número de los hombres doctos, cambié por completo de opinión. Pues me embargaban tantas dudas y errores que me parecía que, procurando instruirme, no había conseguido más provecho que el de descubrir cada vez mejor mi ignorancia.”[225]

El resultado que Descartes encuentra parece socrático, ya que en el intento de avanzar en el conocimiento, descubre cada vez más su ignorancia. En este fragmento se menciona por primera vez la duda ligada al error. Por el contrario, el modelo que él busca implica certeza. Formula varias hipótesis respecto de sus dudas y errores (el lugar donde estudió, su situación personal, la cultura de la época, etc.), pero a pesar de esto no encuentra una respuesta satisfactoria. Señala las virtudes de cada uno de los saberes y ciencias y luego sus dificultades. Pero no encuentra nada cierto; por ahora, todo se le presenta como dudoso.

“Gustaba, sobre todo, de las matemáticas por la certeza y evidencia que poseen sus razones; pero aún no advertía cuál era su verdadero uso (…)”[226]

Los rasgos distintivos de la matemática le sirven de modelo para conocer la propia razón. Habla de certeza y evidencia. No avizora aún la utilidad de las matemáticas, pero sospecha que la tienen. Dicha utilidad de la matemática (y de la razón toda) consiste en que nos hace explícito el orden, permite comprender la estructura misma de la realidad. La naturaleza –decía Galileo- es un libro escrito en lenguaje matemático. En la matemática Descartes encuentra certeza y evidencia. Por eso la toma como modelo y guía de la razón en su conjunto. El papel de la matemática sobresale no sólo en los escritos de Descartes: la matemática es consagrada por Bacon y por Galileo como la clave de acceso o la puerta de la naturaleza. Para Descartes las matemática despojada de su simple valor instrumental (entendiendo esto como álgebra) se identifica con lo real, y con el modo de proceder de la razón, la razón sería como una ordenadora de la realidad. La matemática gusta a Descartes por su carácter de certeza y evidencia, dos conceptos muy importantes que nos dan a entender que de ella no puede dudarse, que posee un juicio verdadero. La verdad se identifica con la certeza, y es un rasgo de nuestro pensamiento.

“(…) el camino de la salvación está tan abierto para los ignorantes como para los doctos, y que las verdades reveladas, que allá conducen, están muy por encima de nuestra inteligencia, nunca me hubiera atrevido a someterlas a la flaqueza de mis razonamientos (…)”[227]

Descartes toma una postura precavida con respecto a la teología ya que, tanto ignorantes como doctos, pueden ser merecedores de la salvación divina. En lo que concierne a la salvación da prioridad a la fe. Descartes con su método dudará de todo buscando su fundamento, los conocimientos adquiridos ligados con la tradición y aprendidos sin cuestionar, respetando y basándose en un principio de autoridad no son seguros, y no se deben tomar por ciertos sin criticarlos. Es importante recordar aquí que Descartes puede poner todo en duda menos la teología (dejando de lado las implicancias personales y político religiosas de la época) adviértase que no es sometida a la duda por escapar (las verdades reveladas) de la capacidad racional y por tanto no pueden ser juzgadas por ésta.

“Nada diré de la filosofía, sino que, al ver que ha sido cultivada por los más excelentes ingenios que han vivido desde hace siglos, y, sin embargo, nada hay en ella que no sea objeto de disputa y, por consiguiente, dudoso,(…) y considerando cuán diversas pueden ser las opiniones tocantes a una misma materia, sostenidas todas por gentes doctas, aún cuando no puede ser verdadera más que una sola, reputaba casi por falso todo lo que no fuera más que verosímil.”[228]

Descartes reivindica la filosofía porque su objeto es la búsqueda de la verdad, pero encuentra en ella multiplicidad de opiniones, en las que no hay acuerdos, por lo cual no puede rescatarse nada verdadero y evidente. Si hay una sola realidad, debe haber una sola verdad que se adecue a ella. De diferentes opiniones, sólo una puede ser verdadera. Si la realidad es una, la verdad debe ser una, el conocimiento y el método deben ser uno.

“Y en cuanto a las demás ciencias, ya que toman sus principios de la filosofía, pensaba yo que sobre tan endebles cimientos no podía haberse edificado nada sólido (…)”[229]

Descartes pasa revista de los distintos saberes, pero ve que con ninguno se pueden alcanzar conocimientos seguros. En todos ellos hay defectos. Si la filosofía está plasmada de diversas opiniones y disputas, las demás ciencias, que toman sus principios de ésta, no pueden haber hecho nada firme y sólido. Por lo tanto, las ciencias también son dudosas.

La subjetividad

“(…) tan pronto como estuve en edad de salir de la sujeción en que me tenían mis preceptores, abandoné del todo el estudio de las letras; y, resuelto a no buscar otra ciencia que la que pudiera hallar en mí mismo o en el gran libro del mundo (…)”[230]

Descontento y embargado de dudas, Descartes decide dejar de lado los conocimientos que había adquirido, para hallar alguno que fuera cierto y seguro. Como ya se dijo, crea un método que lo ayuda a conducir su razón hacia principios evidentes.

“Y siempre sentía un deseo extremado de aprender a distinguir lo verdadero de lo falso, para ver claro en mis actos y andar seguro por esta vida.”[231]

Aquí se encuentran los rasgos del modelo de conocimiento que busca Descartes: claridad, seguridad y utilidad para la vida. En su camino hacia la verdad, nunca se aparta de la razón.

Principales reglas del método

“Y así pensé yo que las ciencias de los libros, por lo menos aquellas cuyas razones son sólo probables y carecen de demostraciones, habiéndose compuesto y aumentado poco a poco con las opiniones de varias personas diferentes, no son tan próximas a la verdad como los simples razonamientos que un hombre de buen sentido puede hacer (…)”[232]

La verdad no debe buscarse en el consenso de los hombres, sino que basta buscarla en uno mismo, porque la verdad se encuentra donde se hace un buen uso de la razón. Hay una preeminencia del sujeto.

“(…) como hemos sido todos nosotros niños antes de ser hombres y hemos tenido que dejarnos regir durante mucho tiempo por nuestros apetitos y nuestros preceptores (…) es casi imposible que sean nuestros juicios tan puros y tan sólidos como lo fueran si, desde el momento de nacer, tuviéramos el uso pleno de nuestra razón y no hubiéramos nunca sido dirigidos más que por ésta.”[233]

La verdad no se encuentra en los maestros o los preceptores, sino en nuestra propia razón. Como sujetos dotados de razón (todos la poseemos del mismo modo) somos capaces de conducirla hacia las verdades absolutas.

“(…) por lo que toca a las opiniones, a que hasta entonces había dado mi crédito, no podía yo hacer nada mejor que emprender de una vez la labor de suprimirlas, para sustituirlas luego por otras mejores o por las mismas, cuando las hubiere ajustado al nivel de la razón.”[234]

Descartes no acepta el criterio de autoridad; las opiniones antiguas admitidas como verdaderas, resultaron ser falsas, por eso hay que destruirlas. No hay que dejarse fiar por lo que otros han dicho, sino que debemos indagar nosotros mismos los conocimientos adquiridos para ver si hay algo cierto en ellos.

“(…) por este medio, conseguiría dirigir mi vida mucho mejor que si me contentase con edificar sobre cimientos viejos y me apoyase solamente en los principios que había aprendido siendo joven, sin haber examinado nunca si eran o no verdaderos.”[235]

Descartes busca derribar los cimientos viejos para construir una base nueva, sólida, firme que sustente el verdadero saber.

“Mis designios no han sido nunca otros que tratar de reformar mis propios pensamientos y edificar sobre un terreno que me pertenece a mí solo.”[236]

Somete así los antiguos pensamientos al nivel da la razón para ver si encuentra en ellos algo cierto.

“Y el mundo se compone casi sólo de dos especies de ingenios (…) y son, a saber: de los que creyéndose más hábiles de lo que son, no pueden contener la precipitación de sus juicios ni conservar la bastante paciencia para conducir ordenadamente todos sus pensamientos (…) y de otros que poseyendo bastante razón o modestia para juzgar que son menos capaces de distinguir lo verdadero de lo falso que otras personas, de quienes pueden recibir instrucción y deben, más bien contentarse con seguir las opiniones de esas personas, que buscar por sí mismos otras mejores.”[237]

El conjunto de los hombres puede ser divido, entonces, en dos especies, a saber: los que caen en el error por no hacer un uso correcto de su razón y los que se conforman con las opiniones de los demás.

“(…) la multitud de votos no es una prueba que valga para las verdades algo difíciles de descubrir, porque más verosímil es que un hombre solo dé con ellas que no todo un pueblo (…)”[238]

La verdad no consiste en el consenso de opiniones y, en consecuencia, es más verosímil encontrar la verdad en un solo hombre que en varios que sostengan una misma opinión.

“Pero como hombre que tiene que andar solo y en la oscuridad, resolví ir tan despacio y emplear tanta circunspección en todo, que, a trueque de adelantar poco, me guardaría al menos muy bien de tropezar y caer. E incluso no quise empezar a deshacerme por completo de ninguna de las opiniones que pudieron antaño deslizarse en mi creencia, sin haber sido introducidas por la razón, hasta después de pasar buen tiempo dedicado al proyecto de la obra que iba a emprender, buscando el verdadero método para llegar al conocimiento de todas las cosas de que mi espíritu fuera capaz.”[239]

El método cartesiano consiste, inicialmente en emplear la duda para ver si hay algo capaz de resistirla. La duda es metódica porque se la emplea como instrumento o camino para deshacerse del error y alcanzar la verdad. Es universal porque se la aplica a todo conocimiento sin excepción. Y es hiperbólica porque se la lleva hasta su último extremo, hasta la exageración.

Las reglas del método

“Había estudiado (…) la filosofía, la lógica, y de las matemáticas, el análisis de los geómetras y el álgebra, tres artes o ciencias que debían, al parecer, contribuir algo a mi propósito (…) pensé que había que buscar algún otro método que juntase las ventajas de esos tres, excluyendo sus defectos (...)”[240]

En este texto da a conocer las ciencias que tomó como modelo para crear su método. De la filosofía, la lógica y la matemática toma lo que le sirve y descarta sus defectos. Resultan así algunas reglas o preceptos:

“Fue el primero, no admitir como verdadera cosa alguna, como no supiese con evidencia que lo es; es decir, evitar cuidadosamente la precipitación y la prevención, y no comprender en mis juicios nada más que lo que se presentase tan clara y distintamente a mi espíritu, que no hubiese ninguna ocasión de ponerlo en duda”[241]

La regla de la evidencia. Se debe admitir como verdadero un conocimiento sólo en caso de que sea evidente, esto es, cuando no se pueda dudar de él. La evidencia tiene dos caracteres: la claridad y la distinción. Un conocimiento es claro cuando está presente y manifiesto en un espíritu atento. Lo distinto es aquello que se da en forma patente, aquello que está separado de otras ideas, es lo simple.

Además, el precepto ordena guardarnos de dos fuertes propensiones de nuestro espíritu: la precipitación y la prevención. La precipitación consiste en afirmar o negar algo antes de llegar a la evidencia. En realidad, no es el entendimiento el que se precipita, sino la voluntad que afirma algo como verdadero antes de haber seguido todos los pasos lógicos del entendimiento. La prevención equivale a los prejuicios, y en general a todos los conocimientos, falsos o verdaderos, que nos han llegado por tradición, educación, etc., y no por la evidencia. Esta evidencia es el criterio de verdad, que encuentra su confirmación y su fuente en el cogito.

“El segundo, dividir cada una de las dificultades que examinare, en cuantas partes fuere posible y en cuantas requiriese su mejor solución.”[242]

La regla del análisis. Nos enseña cómo encontrar conocimientos evidentes. Cuando nos ocupamos de cualquier problema o dificultad o cuestión compleja, se lo debe dividir, analizar y seguir con la división hasta el momento en que se llegue a algo evidente; de modo que la división es a la vez el procedimiento para alcanzar la evidencia.

“El tercero, conducir ordenadamente mis pensamientos, empezando por los objetos más simples y más fáciles de conocer, para ir ascendiendo poco a poco, gradualmente, hasta el conocimiento de los más compuestos, e incluso suponiendo un orden entre los que no se proceden naturalmente.” [243]

La regla de la síntesis (llamada “deducción” por Descartes) o del orden. Esto significa que en todo conocimiento se debe partir de lo más sencillo, y de allí proceder hacia lo más complejo, siempre según un orden.

“Y el último, hacer en todos unos recuentos tan integrales y unas revisiones tan generales, que llegase a estar seguro de no omitir nada.” [244]

La regla de la enumeración. Exige examinar con cuidado la cuestión estudiada para ver si hay o no algún tema o aspecto que se haya pasado por alto, sea en el momento analítico o en el sintético. Deben hacerse todas las revisiones necesarias hasta llegar a la certeza de que no se ha omitido nada.

La evidencia es una de las reglas fundamentales en el método cartesiano, de hecho es la primera. Ella nos permite distinguir lo verdadero de lo falso, con claridad y distinción, como en la matemática, entendiendo por matemático (como dice Heidegger) lo que conocemos de antemano cuando vamos a conocer. Como habíamos aclarado antes se relaciona con la realidad y el orden. Esta vocación de orden por parte de la razón se ve también reflejada en la regla tercera que expresa el concepto de síntesis, donde reúne lo simple en un compuesto, ya que para Descartes el saber es una unidad, en la que se debe proceder desde lo más sencillo ordenadamente hasta lo más complejo; podría decirse que gradualmente, como cuando se intenta despejar una ecuación.

El orden parece ser la estrategia que, como el Angelus de Millet, aparece en casi toda la obra, de forma tanto explícita como implícita. De hecho todo parece un orden previo al implemento del nuevo y flamante método, donde Descartes prepara todo, formula ciertas reglas, y se dedica unos cuantos años a ordenarse a sí mismo, a dejarse madurar, a practicar el método, para luego reconstruir y reordenar, pero esta vez con y desde el método.

“(…) todas las cosas, de las que el hombre puede adquirir conocimiento, se siguen unas a otras en igual manera, y que, con sólo abstenerse de admitir como verdadera una que no lo sea y guardar siempre el orden necesario para deducirlas unas de otras, no puede haber ninguna, por lejos que se halle situada o por oculta que esté, que no se llegue a alcanzar y descubrir. Y no me cansé mucho en buscar por cuáles era preciso comenzar, pues ya sabía que por las más simples y fáciles de conocer (…)[245]

Los conocimientos verdaderos son posibles, no hay ningún tipo de imposibilidad en descubrir verdades, sólo hay que dejarse llevar por la razón. El saber es, para Descartes, deductivo, ya que encontrando un primer principio, se puede acceder a otras verdades. De una primera verdad, se desprenden otras.

“(…) sólo los matemáticos han podido encontrar (…) algunas razones ciertas y evidentes, no dudaba de que había que empezar por las mismas que ellos han examinado, aún cuando no esperaba sacar de aquí ninguna utilidad, sino acostumbrar mi espíritu a saciarse de verdades y a no contentarse con falsas razones.”[246]

Hasta ahora, la única ciencia que ha encontrado verdades evidentes es la matemática. Por eso Descartes, la toma como modelo.

“(…) el método que enseña a seguir el orden verdadero y a recontar exactamente las circunstancias todas de lo que se busca, contiene todo lo que confiere certidumbre a las reglas de la aritmética.” [247]

El método que ha de seguir Descartes debe contener las reglas de aritmética, ya que en esta ciencia se han encontrado razones ciertas y evidentes. Descartes parte de principios matemáticos, de los cuales después se desprenden otras verdades.

“Pero lo que más contento me daba en este método era que, con él, tenía la seguridad de emplear mi razón en todo, (…) aplicándolo, sentía que mi espíritu se iba acostumbrando poco a poco a concebir los objetos con mayor claridad y distinción y que, no habiendo sujetado a ninguna materia particular, prometíame aplicarlo con igual fruto a las dificultades de las otras ciencias, como lo había hecho a las del álgebra.” [248]

El método es un instrumento con el cual se guía correctamente la razón. Lo que hay que hacer, es emplearlo constantemente, ponerlo en práctica para que la propia razón se adapte a él. El fin de este método es llegar a una primera verdad, de la cual después se desprenderán otras.

La razón y la moral provisional

“(…) pues habiendo dado Dios a cada hombre alguna luz con que discernir lo verdadero de lo falso, no hubiera yo creído que debía contentarme un solo momento con las opiniones ajenas, de no haberme propuesto usar de mi propio juicio para examinarlas (…)”[249]

Dado que cada uno es poseedor de una razón, es necesario que cada uno haga uso de ella, para llegar a la verdad, no dejándose llevar por opiniones ajenas. Todos estamos dotados de la misma capacidad en igual modo.

“(…) basta juzgar bien para obrar bien, y juzgar lo mejor que se pueda, para obrar también lo mejor que se pueda; es decir, para adquirir todas las virtudes y con ellas cuantos bienes puedan lograrse (…)”[250]

El correcto uso de la razón implica una correcta manera de proceder en todos los ámbitos de la vida. Hay una coherencia entre el modo de pensar y el modo de obrar. Quien piensa bien, hace un buen uso de su razón y, por lo tanto, obra bien.

Para Descartes el hombre es un ser racional y eso como ya vio lo distingue, lo salva y finalmente es lo único que verdaderamente puede controlar, el hombre tiene el derecho y la obligación de pensar por cuenta propia, de no dejarse llevar ciegamente, Descartes no deja de denunciar esto y de tratar de levantarnos de nuestro letargo, no solo tiene sentido encuadrado dentro de su época sino que es un llamado a todos los hombres de todos los tiempos para que se hagan de alguna manera cargo de su capacidad racional, que la valoren, y que la usen bien y para el bien.

“(…) tratando de descubrir la falsedad o la incertidumbre de las proposiciones que examinaba, no mediante endebles conjeturas, sino sólo por razonamientos claros y seguros, no encontraba ninguna tan dudosa que no pudiera sacar de ella alguna conclusión bastante cierta, aunque sólo fuese la de que no contenía nada cierto.” [251]

Descartes somete los conocimientos anteriores a la razón. Todo lo que presenta el mínimo rasgo de incertidumbre es considerado falso y por lo tanto no puede ser verdadero. En su afán de encontrar una primera verdad, lo primero que hace, es descubrir falsedades y errores en lo que examina, para deshacerse de ellas y dejar libre su camino, sin ningún tipo de error que pueda apartarlo de su meta.

El proceso de la duda y los fundamentos de la ciencia

“(…) deseando yo en esta ocasión ocuparme tan sólo de indagar la verdad, pensé que debía hacer lo contrario y rechazar como absolutamente falso todo aquello en que pudiera imaginar la menor duda, con el fin de ver si, después de hecho esto no quedaría en mi creencia algo que fuera enteramente indudable.” [252]

Todo lo que se presenta como oscuro debe ser considerado falso, sobre ello no hay lugar para un conocimiento cierto. En lugar de comenzar buscando verdades, Descartes comienza desechando errores para despejar su camino y librarlo de falsedades.

“ Así, puesto que los sentidos nos engañan a veces, quise suponer que no hay cosa alguna que sea tal y como ellos nos la presentan en la imaginación; y puesto que hay hombres que yerran al razonar, aún acerca de los más simples asuntos de geometría, y cometen paralogismos, juzgué que yo estaba tan expuesto al error como otro cualquiera, y rechacé como falsas todas las razones que anteriormente había tenido por demostrativas; y, en fin, considerando que todos los pensamientos que nos vienen estando despiertos pueden también ocurrírsenos durante el sueño, sin que ninguno entonces sea verdadero, resolví fingir que todas las cosas, que hasta entonces habían entrado en mi espíritu, no eran más verdades que las ilusiones de mis sueños.” [253]

Duda del conocimiento sensible. Hay que considerar falso todo conocimiento o información que provenga de los sentidos. Descartes da dos argumentos: 1) todos tenemos la experiencia de que alguna vez los sentidos nos han engañado. 2) todos alguna vez hemos soñado y hemos vivido ese sueño como realidad, por lo tanto, carecemos de un criterio cierto que nos posibilite discernir el sueño de la vigilia.

Duda de los conocimientos matemáticos. Todos tenemos experiencia de habernos equivocado en una operación matemática (este error, en realidad, depende de un apresuramiento y no del objeto mismo). En la razón no hay nada que pueda ser falso, el error reside en la voluntad.

“Pero advertí luego que, queriendo yo pensar, de esa suerte, que todo es falso, era necesario que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa; y observando que esta verdad: yo pienso, luego soy; era tan firme y segura que las más extravagantes suposiciones de los escépticos no son capaces de conmoverla, juzgué que podía recibirla sin escrúpulo, como el primer principio de la filosofía que andaba buscando.” [254]

En el preciso momento en que la duda llega al extremo, se convierte en su opuesto, en conocimiento absolutamente cierto. Cogito, ergo sum; no puede ser puesto en duda porque nos encontramos aquí con una verdad absoluta, esto es, absolutamente cierta, indubitable, que es justamente lo que Descartes se había propuesto buscar. El cogito, pues, constituye el primer principio de la filosofía: primero desde el punto de vista gnoseológico y metodológico, en la medida en que constituye el primer conocimiento seguro, el fundamento de cualquier otra verdad y el punto de partida para construir el saber en general; y primero desde el punto de vista ontológico, porque nos pone en presencia del primer ente indubitablemente existente, que yo soy en tanto pienso. El cogito es un conocimiento intuitivo, no un silogismo, porque se lo conoce de modo inmediato, directo.

La res cogitans

“Examiné después atentamente lo que yo era, y viendo que podía fingir que no tenía cuerpo alguno y que no había mundo ni lugar alguno en el que yo me encontrase, pero que no podía fingir por ello que yo no fuese, sino al contrario, por lo mismo que pensaba en dudar de la verdad de las otras cosas, se seguía muy cierta y evidentemente que yo era, mientras que, con sólo dejar de pensar, aunque todo lo demás que había imaginado fuese verdad, no tenía ya razón alguna para creer que yo era, conocí por ello que yo era una sustancia cuya esencia y naturaleza toda es pensar, y que no necesita, para ser, de lugar alguno, ni depende de cosa alguna material; de suerte que este yo, es decir, el alma, por el cual yo soy lo que soy, es enteramente distinta del cuerpo y (…)hasta más fácil de conocer que éste y , aunque el cuerpo no fuese, el alma no dejaría de ser cuanto es.” [255]

Entonces, yo soy una sustancia o cosa pensante (res cogitans), vale decir, una cosa cuya propiedad fundamental, esencial, consiste en pensar. Pensar, para Descartes es sinónimo de toda actividad psíquica consciente. Además, afirma, que este yo o cosa pensante, o alma, es independiente del cuerpo, y más fácil de conocer que éste, pues, en efecto, no sé aún si tengo cuerpo o no (esto todavía es algo dudoso según el método que sigue), pero en cambio la existencia de mi alma o yo (cogito) es absolutamente indubitable. De mi cuerpo no tengo conocimiento directo, sino, indirecto, a través de mis experiencias[c].

El criterio de verdad

“Después de esto, consideré, en general, lo que se requiere en una proposición para que sea verdadera y cierta; pues ya que acababa de hallar una que sabía que lo era, pensé que debía saber también en qué consiste esa certeza. Y habiendo notado que en la proposición: yo pienso, luego soy, no hay nada que me asegure que digo la verdad, sino que veo muy claramente que para pensar es preciso ser, juzgué que podía admitir esta regla general: que las cosas que concebimos muy clara y distintamente son todas verdaderas; pero que sólo hay una dificultad en notar cuáles son las que concebimos distintamente.” [256]

Una afirmación es verdadera cuando lo que ella afirma coincide con el objeto a que se refiere. El criterio de verdad es el rasgo, la nota o la característica mediante el cual se reconoce que una afirmación es verdadera, o que nos permite distinguir un conocimiento verdadero de uno falso.

Ahora bien, como con el cogito se ha hallado un conocimiento indubitablemente verdadero, Descartes nos dice que en él se hallará también el criterio de verdad, característica merced a la cual se lo reconoce como verdadero sin ninguna duda.

Una proposición es verdadera cuando es clara y distinta, o sea, evidente.

Existencia y veracidad de Dios

“(…) puesto que yo dudaba, no era mi ser enteramente perfecto, pues veía claramente que hay más perfección en conocer que en dudar: y se me ocurrió indagar por dónde había yo aprendido a pensar en algo más perfecto que yo; y conocí evidentemente que debía de ser por alguna naturaleza que fuese efectivamente más perfecta.” [257]

El dudar no es propio de algo perfecto, entonces, el pensar en algo perfecto implica que debe haber algo más perfecto.

“(…) la idea de un ser más perfecto que mi ser; pues era cosa manifiestamente imposible que tal idea procediese de la nada; y como no hay menor repugnancia en pensar que lo más perfecto sea consecuencia y dependencia de lo menos perfecto, que en pensar que de nada provenga algo, no podía tampoco proceder de mí mismo; de suerte que sólo quedaba que hubiese sido puesta en mí por una naturaleza verdaderamente más perfecta que soy yo, y poseedora inclusive de todas las perfecciones de que yo pudiera tener idea; esto es, para explicarlo en una palabra, por Dios.” [258]

La idea de Dios que yo tengo ha de ser producida por algo o alguien más perfecto, necesita una causa, porque de la nada, nada sale. Esa causa, además, no puedo serla yo, porque yo soy imperfecto (la prueba está en que dudo), y lo imperfecto no puede ser causa de lo perfecto, ya que en tal caso habría falta de proporción entre la causa y el efecto, y el efecto no puede ser nunca mayor que la causa. Es preciso que esa idea me la haya puesto alguien más perfecto que yo, a saber Dios.

“(…) supuesto que yo conocía algunas perfecciones que me faltaban, no era yo el único ser que existiese (…) sino que era absolutamente necesario que hubiese algún otro ser más perfecto, de quien yo dependiese y de quien yo hubiese adquirido todo cuanto yo poseía” [259]

Las perfecciones que conozco pertenecen a un ser perfecto. No sólo yo existo, sino que hay un ser más perfecto que existe.

“Pues, en virtud de los razonamientos que acabo de hacer, para conocer la naturaleza de Dios, hasta donde la mía es capaz de conocerla, bastábame considerar todas las cosas de que hallara en mí mismo alguna idea y ver si era o no perfección el poseerlas, y estaba seguro de que ninguna de las que indicaban imperfección está en Dios, pero todas las demás sí están en él (…)[260]

Todo lo que hay en mí es imperfecto, puesto que soy imperfecto, por el contrario, Dios, que es perfecto, posee todas las perfecciones de las que yo carezco, mientras que ninguna imperfección podemos hallar en Él.

“Además, tenía yo ideas de varias cosas sensibles y corporales; pues aún suponiendo que soñaba y que todo cuanto veía e imaginaba era falso, no podía negar, sin embargo, que esas ideas estuvieran verdaderamente en mi pensamiento.” [261]

Aquí hace referencia a las ideas. Las ideas son como imágenes de las cosas, representaciones mentales de las cosas. Hay tres tipos de ideas de acuerdo con su origen “aparente”, a saber: a) adventicias, son aquellas que provienen del exterior y las captamos con los sentidos. b) facticias, son lasque elaboramos mediante la imaginación. c) innatas, son las que el alma trae consigo, como constituyendo su patrimonio original, con total independencia de la experiencia. Con las ideas innatas trabaja propiamente la razón, tal como ocurre, en el conocimiento matemático.

“Mas habiendo ya conocido en mí muy claramente que la naturaleza inteligente es distinta de la corporal, y considerando que toda composición denota dependencia, y que la dependencia es manifiestamente un defecto, juzgaba por ello que no podía ser una perfección en Dios el componerse de esas dos naturalezas, y que, por consiguiente, Dios no era compuesto (…)[262]

Descartes tiene una concepción dualista del hombre. Está la res extensa y la res cogitans. La res cogitans es el alma, la razón, y la res extensa es el cuerpo, la materia que ocupa un espacio. Éstas están unidas, de modo que el cuerpo depende del alma. Esto se da en los hombres, pero no en Dios, porque la dependencia implica imperfección, y Dios es perfecto.

“(…) tan cierto es por lo menos que Dios, que es perfecto, es o existe, como lo pueda ser una demostración de geometría.” [263]

Hay una analogía entre la existencia de Dios y las demostraciones de la geometría, ya que en ambos casos se trata de ideas innatas. Descartes dice que si nos atenemos rigurosamente a las reglas del método, ya establecidas, nos proporcionarán siempre un conocimiento evidente y seguro. Y así es que encontramos certeza en Dios y en la matemática.

“Pero si hay algunos que están persuadidos de que es difícil conocer lo que sea Dios, y aún lo que sea el alma, es porque no levantan nunca su espíritu por encima de las cosas sensibles y están tan acostumbrados a considerarlo todo con la imaginación, (…), que lo que es imaginable les parece no ser inteligible.” [264]

Aquí hace una crítica a los pensadores que se basan en la experiencia, pues éstos dan crédito sólo a lo que se pueda conocer a partir de los sentidos; por lo tanto no avalan la existencia del alma y de Dios, ya que éstos sólo se conocen por medio de la razón.

“(…) ni la imaginación ni los sentidos pueden asegurarnos nunca cosa alguna, como no intervenga el entendimiento.” [265]

Los sentidos no nos pueden proporcionar, de ninguna manera, conocimientos absolutos, sólo podemos alcanzar éstos por medio de la razón. En la realidad hay un orden racional que sólo es captable por la razón humana, de manera que hay una analogía entre la razón humana y la razón de la naturaleza. Esta interpretación no parece derivarse del texto citado. Sin embargo, Descartes parece darlo por supuesto.

“(…) las cosas que concebimos muy clara y distintamente son todas verdaderas; esa misma regla recibe su certeza sólo de que Dios es o existe, y de que es un ser perfecto, y de que todo lo que está en nosotros proviene de él; de donde se sigue que, siendo nuestras ideas o nociones, cuando son claras y distintas, cosas reales y procedentes de Dios, no pueden por menos de ser también, en ese respecto, verdaderas.” [266]

El fundamento de todo lo anterior dicho es, en última instancia, Dios. Lo claro y distinto es verdadero porque Dios es perfecto y de Él, procede todo. Descartes, para salir del solipsismo en que se hallaba, recurre a la idea de Dios, que es quien fundamenta las ideas claras y distintas.

“(…) si tenemos con bastante frecuencia ideas que encierran falsedad, es porque hay en ellas algo confuso y oscuro, y en este respecto participan de la nada; es decir, que si están así confusas en nosotros, es porque no somos totalmente perfectos.” [267]

Nosotros poseemos ideas oscuras y confusas porque no somos perfectos. Como vemos aquí, lo oscuro es lo contrario de lo claro y lo confuso es lo contrario de lo distinto. Esta falsedad es lo contrario al criterio de evidencia.

“(…) no hay menos repugnancia en admitir que la falsedad o imperfección proceda como tal de Dios mismo, que en admitir que la verdad o la perfección procede de la nada.” [268]

De la nada, procede la falsedad y la imperfección; de Dios, procede lo perfecto y verdadero. Es muy claro que lo que procede de Dios es verdad y que lo que procede de nosotros puede ser falso porque no somos perfectos.

“Mas si no supiéramos que todo cuanto en nosotros es real y verdadero proviene de un ser perfecto e infinito, entonces, por claras y distintas nuestras ideas que fuesen, no habría razón alguna que nos asegurase que tienen la perfección de ser verdaderas.” [269]

El único fundamento de nuestras ideas claras y distintas es Dios. Si Descartes no hubiese recurrido a la idea de Dios, hubiese quedado varado en el cogito sin poder avanzar y fundamentar las verdades subsiguientes.

“Así, pues, habiéndonos el conocimiento de Dios y del alma testimoniado la certeza de esa regla, resulta bien fácil conocer que los ensueños, que imaginamos dormidos, no deben, en manera alguna, hacernos dudar de la verdad de los pensamientos que tenemos despiertos.(…) despiertos o dormidos no debemos dejarnos persuadir sino por la evidencia de la razón. Y nótese bien que digo de la razón, no de la imaginación, ni de los sentidos; (…) pues la razón no nos dice que lo que así vemos o imaginamos sea verdadero, pero nos dice que todas nuestras ideas o nociones deben tener algún fundamento de verdad; pues no fuera posible que Dios, que es todo perfecto y verdadero, las pusiera sin eso en nosotros; y puesto que nuestros razonamientos nunca son tan evidentes y tan enteros cuando soñamos como cuando estamos despiertos, si bien a veces nuestras imaginaciones son tan vivas y expresivas y hasta más en el sueño que en la vigilia, por eso nos dice la razón que, no pudiendo ser verdaderos todos nuestros pensamientos, porque no somos totalmente perfectos, deberá infaliblemente hallarse la verdad, más bien en lo que pensamos estando despiertos, que en los que tengamos en sueños.” [270]

Una vez más, Descartes pone el énfasis en que debemos estar atentos al criterio de verdad, a lo que se nos presenta de manera clara y distinta. La verdad la alcanzamos por medio de la razón y nunca por medio de los sentidos. Quien prueba lo aquí dicho es la existencia de Dios.

Para finalizar, a modo de conclusión, podemos señalar, muy brevemente, que pese a que Descartes se plantea y piensa que hace realmente filosofía como un saber sin supuestos, ya que ha puesto todo en duda hasta llegar a una verdad indubitable, que es el cogito, sin embargo existen también en su sistema supuestos, aunque el propio Descartes no haya sido conciente de ellos, a saber:

1) su racionalismo, la estructura de la realidad (del objeto) y la estructura del sujeto son isoformas, es decir, que ambas sean racionales y de algún modo se correspondan, no está fundado. Como tampoco está fundado que esa razón sea una, y la única posible; que no tenga por lo tanto, ninguna posibilidad de cambio, de despliegue en el tiempo, de evolución histórica. Esta razón, que como vimos era la razón matemática, daría cuenta de la totalidad de la realidad, permitiría la aprehensión correcta, pero ¿de qué? De una realidad racional, fija, inmóvil en el tiempo, ahistórica, esencialmente una.

2) Por eso también la necesidad de que las ideas que constituyen la estructura de la razón, sean innatas. Este innatismo lleva directamente al hecho de que la razón sea universal , porque todos los hombres, por el sólo hecho de nacer, traen al mundo consigo la razón que no puede ser otra que la que Descartes plantea.

3) La existencia de Dios, que con su infinita bondad no nos engaña y se constituye en la garantía, tanto de los contenidos concretos de nuestras ideas claras y distintas, como de la racionalidad del mundo.

b. La razón hobbesiana

“El arte (del hombre) va aun mas lejos, imitando esta obra racional que es la más excelsa de la Naturaleza: el hombre. En efecto: gracias al arte se crea ese gran Leviatán que llamamos república o Estado que no es sino un hombre artificial….”[271]

En Hobbes el hombre, como el resto de la creación, es racional en tanto creado por la mano de un ser sumamente racional: Dios; de aquí se podría inferir que lo racional opera en la totalidad de la Naturaleza, como una estructura pasible de ser leída y comprendida. Pero Hobbes refuerza su tesis al destacar al hombre, como la obra más excelsa, por sobre el resto de la creación. Esto se hace manifiesto en tanto el hombre no sólo tiene una estructura racional por ser una criatura, sino que además tiene la capacidad de producir, de originar una obra racional, de aquí que la razón está en el hombre operando como una de sus capacidades, es el hombre quien leerá aquella estructura racional que le fue insuflada al resto de la naturaleza.

“…la equidad y las leyes (en el Leviatán, hacen las veces de), una razón y una voluntad artificiales…”[272]

El Leviatán es ese conjunto de hombres que forma una unidad, y es algo construido por el hombre, en tanto es una asociación artificial, un paso más por el cual el hombre “supera” el estado de naturaleza. Esta creación humana es explicada por una relación de analogía: donde el hombre hace las veces de Dios, mientras la Sociedad emularía al hombre. La equidad y las leyes son la razón de este Leviatán; esto da cuenta de lo que significa la razón para Hobbes: algo que primero equipara y ordena un estado de diversidad caótica y luego genera leyes por las cuales deberá proceder el conjunto de la sociedad. Aquí tenemos dos elementos fundamentales de la razón: orden e inferencia de normas que regulen un procedimiento. La razón no es algo natural, al contrario es el rasgo más artificial en el hombre, el que le permite organizar el caos de la naturaleza. Cuando se dice que el hombre lee la naturaleza, se quiere decir que la ordena a través de una estructura artificial, y es sólo a través de esta imposición que el hombre domina la naturaleza.

A la pregunta “¿Qué lugar ocupa el concepto de razón en el Leviatán de Thomas Hobbes?” es imposible responder definiendo uno en particular, ya que el tratamiento que de ella ofrece trasciende su mera descripción como facultad de la mente humana o como instrumento para el conocimiento, filtrándose en su filosofía moral y política. Su relevancia en otras cuestiones como en la relación con las pasiones, el estado de naturaleza, su superación, las leyes y el contrato social, es evidente. Sin embargo, lo que aquí nos ocupa no es su rol en la praxis, sino analizar su función gnoseológica, es decir, lo que convierte al raciocinar en “el medio por el cual es posible alcanzar la universalidad propia del conocimiento científico y de este modo alcanzar una definición genética o causal.”[273] Es decir, lo que define a la razón como instrumental.

Esta preocupación por el método y la utilidad de la razón, propia del siglo XVII, que tiene a Descartes como su mayor exponente, está también en Hobbes. Se pregunta qué es lo que permite que la consecuencia advertida en un caso particular llegue “[...] a ser registrada y recordada como una norma universal...” desprendiéndose de las circunstancias de lugar y tiempo, mostrando que “lo que resultó ser verdad aquí y ahora, será verdad en todos los tiempos y lugares.”[274] Es en el método de la Geometría en el que encuentra su modelo, la “[...] única ciencia que Dios se complació en comunicar al género humano.”

Ahora bien, si se trata de un único método, es porque guiará a una razón, que es la misma en todos los hombres. “En efecto: todos los hombres, por naturaleza, razonan del mismo modo, y lo hacen bien, cuando tienen buenos principios.”[275] Por esta razón tiene sentido el nosce te ipsum, ya que “quien se mire a sí mismo y considere lo que hace cuando piensa, opina, razona, espera, teme... podrá leer y saber, por consiguiente, cuáles son los pensamientos y pasiones de los demás hombres [...]”[276].

Sin embargo, lo que aquí nos ocupa es el carácter de estos pensamientos. “Singularmente, cada uno de ellos es una representación o apariencia de cierta cualidad o de otro accidente de un cuerpo exterior a nosotros, de lo que comúnmente llamamos objeto” y “no existe ninguna concepción en el intelecto humano que antes no haya sido recibida, totalmente o en parte, por los órganos de los sentidos.”[277] Si hasta aquí las preocupaciones de Hobbes no parecen apartarse de las de la doctrina cartesiana, sin embargo, declarando a los sentidos como única fuente del conocimiento, establece un corte decisivo. No sólo por confiar en los sentidos, sino por negar la existencia de las ideas innatas como contenidos previos de la razón, porque para él la razón “[...] no es, como el sentido y la memoria, innata en nosotros, ni adquirida por la experiencia solamente, como la prudencia, sino alcanzada por el esfuerzo...”[278].

Y hasta afirma que “...los niños son llamados razonables por la aparente posibilidad de tener uso de razón en tiempo venidero.[279] Es recién cuando alcanzan el uso de la palabra, que están dotados de razón. Esto quiere decir que no hay ratio sin lenguaje (relación que no se da a la inversa), por lo cual será necesaria una rigurosa teoría del lenguaje, que al igual que en la Geometría, comenzará por la definición, que “[...] se coloca al comienzo de todas sus investigaciones.”[280] Esta dependencia de la razón se da, por lo tanto, porque el lenguaje y su correcta definición, es el principio de la adquisición de la ciencia. Esto se fundamenta sobre la concepción de la verdad que, al igual que la falsedad, es un atributo del lenguaje. La verdad “consiste en la correcta ordenación de los nombres en nuestras afirmaciones...”[281]

El lenguaje fue la más noble y provechosa invención de todas las realizadas por los hombres. El lenguaje se basa en nombres o apelaciones, y en las conexiones entre ellos. Por medio de esos elementos, los hombres registran sus pensamientos, los recuerdan y anuncian. Sin él nada hubiera existido entre los hombres: ni gobierno, ni sociedad, ni ciencia. Según Hobbes, el primer autor del lenguaje fue Dios y Él instruyó a Adán a llamar a las cosas por su nombre.

El uso general del lenguaje consiste en trasponer nuestros discursos mentales en verbales, o la serie de nuestros pensamientos en una serie de palabras, y esto con dos finalidades:

ü Una, para registrar las consecuencias de nuestro pensamiento y recordarlas; de ahí, el primer uso de los nombres cual es servir como marcas de rememoración.

ü Otra, para indicar lo que uno y otros coinciden de cada asunto y lo que desean, temen o es objeto de alguna pasión. Para este uso los nombres se llaman signos.

También hay cuatro usos especiales del lenguaje, a los cuales le corresponden otros tantos abusos.

1º uso: Es el origen de las artes que registra lo que por meditación hallamos ser la causa de todas las cosas. El abuso correspondiente es cuando los hombres registran sus pensamientos equivocadamente, por la inconstancia de significación de sus palabras.

2º uso: Es aconsejar y enseñar. Su abuso es cuando usan las palabras metafóricamente, con lo cual engañan a otros.

3º uso: Es dar a conocer nuestras voluntades y propósitos. El abuso consiste en mentir acerca de la verdadera voluntad.

4º uso: Es juzgar con nuestra palabra inocentemente, para deleite nuestro. El abuso se da cuando se utilizan las palabras para agrandar.

La verdad y la falsedad son atributos del lenguaje, no de las cosas. Donde no hay lenguaje no existe ni verdad ni falsedad, aunque puede haber es error.

La verdad consiste en la correcta ordenación de los nombres en nuestras afirmaciones. Un hombre que busca la verdad tiene necesidad de recordar lo que significa cada uno de los nombres usados por él. Por esto, en la geometría se comienza por establecer el significado de las palabras. Esta fijación de significados se denomina definición y se coloca en el comienzo de todas sus investigaciones.

Esto pone de relieve cuán necesario es para los hombres que aspiran al verdadero conocimiento, examinar las definiciones de los autores precedentes. Porque los errores de las definiciones se multiplican por sí mismos a medida que la investigación avanza y conducen a los hombres a absurdos que se advierten sin poder evitarlos, so pena de iniciar de nuevo la investigación desde el principio. En ello consiste el origen de sus errores.

En la correcta definición de los nombres radica el primer uso del lenguaje que es la adquisición de la ciencia. Y en las definiciones falsas finca el primer abuso del cual proceden hipótesis falsas e insensatas. En tal abuso incurren los hombres que adquieren sus conocimientos en la autoridad de los libros y no en sus meditaciones propias. Entre la ciencia verdadera y las doctrinas erróneas la ignorancia ocupa el término medio. El sentido natural y la imaginación no están sujetos a absurdo. La naturaleza misma no puede equivocarse, pero como los hombres abundan en copiosas palabras, pueden hacerse más sabios o más malvados que de ordinario. Tampoco es posible sin letras, para ningún hombre, llegar a ser extraordinariamente sabio o extraordinariamente loco. Sin palabras no hay posibilidad de cálculo. Usan los hombres sabios las palabras para sus propios cálculos y razonan con ellas.

Sujeta a nombres es cualquier cosa que pueda entrar en cuenta o ser considerada en ella, ser sumada a otra para componer una suma o sustraída de otra para dejar una diferencia. Los latinos daban a las cuentas el nombre de “rationes” y al contar “ratiocinatio”; y lo que en las facturas o libros llamamos partidas, ellos lo llamaban “nómina”, es decir nombres. De aquí, la extensión de la palabra “ratio” a la facultad de computar en todas las demás cosas. Los griegos tienen una sola palabra, “logos”, para las dos cosas: lenguaje y razón. Esto quiere decir que no hay raciocinio sin lenguaje. Al acto de razonar lo llamaban silogismo, que significa resumir la consecuencia de una cosa enunciada, respecto a otra.

“Es cosa inherente a la condición de un hombre sabio no creer en ello sino cuando la buena razón haga dignas de crédito las cosas afirmadas.”[282]

La razón es la que nos permite valernos por nosotros mismos, se opone así radicalmente a la fe, que se basa en la autoridad de la palabra. Los hombres que utilizan su razón son los que comienzan cada vez de nuevo, y nunca los que construyen sobre edificios antiguos. Es dable interpretar todo el peso que Hobbes le dará a la razón en su función deconstructora, en relación con la duda metódica cartesiana (se sabe que Hobbes conoció la teoría de Descartes, durante sus visitas a Francia).

Es por esta razón que ni la prudencia ni cierto entendimiento distinguen al hombre de la bestia, ya que éstas se dan en cualquier otra criatura dotada con la facultad de la imaginación o el debilitamiento de la sensación.

“El entendimiento peculiar al hombre, no es solamente comprensión de su voluntad, sino de sus concepciones y pensamientos, por la sucesión y agrupación de nombres de las cosas en afirmaciones, negaciones y otras formas de expresión.”[283]

Tanto el entendimiento humano como la razón son explicados como una reflexión sobre el pensamiento del hombre, constituido por las imágenes originadas en la sensación. El primer paso de la mente sería dar nombre a lo sentido, recién después de este filtro lingüístico la razón comienza a operar como organizadora de elementos, los cuales irán provocando nuevas significaciones a partir de sus relaciones. Podemos decir que la razón opera con una materia prefabricada: los nombres.

“…no existe otro acto de la mente humana, connatural a ella, y que no necesite otra cosa para su ejercicio sino haber nacido hombre y hacer uso de los cinco sentidos. Por el estudio y el trabajo se adquieren e incrementan aquellas otras facultades… que parecen exclusivas del hombre…todas derivan de la invención de palabras, y del lenguaje. Por que aparte de las sensaciones y de los pensamientos, y de la serie de pensamientos, la mente del hombre no conoce otro movimiento, si bien con ayuda del lenguaje y del método, las mismas facultades pueden ser elevadas a tal altura que distingan al hombre de todas las demás criaturas vivas.”[284]

Es importante observar que las operaciones del pensamiento son previas a las de la razón; las operaciones del pensamiento son: la concepción de imágenes y la relación de estas en una serie guiada por el deseo u alguna otra pasión como fin. La separación es cualitativa ya que el pensamiento está ligado a la naturaleza del hombre, mientras que la razón está ligada al artificio, la razón no es concebida como una facultad natural; digamos que lo que diferencia al hombre del resto de la naturaleza no es esencial en él, en el sentido de que no es innato ni connatural, sino puramente fabricado. Hobbes nos está diciendo que el hombre es un animal que se maneja por sus pasiones, y aquello que llamamos razón es un aditamento, una complejización de su base instintiva. Lo que termina por separarnos del resto es un débil artificio, que además (luego se verá) es inusual.

“Cualquiera cosa que imaginemos es finita… cualquiera cosa que concebimos ha sido anteriormente percibida por los sentidos… y un hombre no puede tener idea que represente una cosa no sujeta a la sensación. En consecuencia, nadie puede concebir una cosa sino que debe concebirla situada en algún lugar, provista de una determinada magnitud y susceptible de dividirse en partes; no puede ser que una cosa esté toda en este sitio y toda en otro lugar, al mismo tiempo; ni que dos o más cosas estén, a la vez, en un mismo e idéntico lugar.”[285]

Aquí Hobbes profundiza en la idea de “techo de la razón” que antes se mencionara. Por supuesto que aquí no se refiere a una facultad de la razón propiamente dicha, sino, más bien, a aquella operación del pensamiento por la cual nos hacemos una imagen a partir de la percepción de un movimiento externo o interno. Tomo la cita por tratarse de la materia prefabricada de la que se sirve la razón y por ser muy significativa respecto al límite que el hombre tiene para apreciar todo lo “otro”. Lo que aquí propone Hobbes resuena como antecedente de las categorías kantianas de conocimiento, se trata de reconocer que hay por fuera de lo que nuestra condición limitada nos permite conocer; pero más aun se trata de una fuerte crítica a la tradición que trabajó estos temas incognoscibles suponiendo una entidad en lo que es meramente misterio. En todo el texto Hobbes concluye cada capítulo con una crítica a la tradición escolástica y metafísica en general. No se puede dejar de leer esto a la par del desarrollo de Descartes.

En lo que concierne a la ciencia, para Hobbes hay dos clases de conocimiento: “[...] uno es el conocimiento del hecho, y otro el conocimiento de la consecuencia de una afirmación con respecto a otra.”[286]. El primero es producto de la sensación y la memoria, por lo tanto, es un conocimiento absoluto, como cuando vemos realizarse un hecho o recordamos que se hizo. De ese género es el conocimiento que se requiere de un testigo. El registro del conocimiento de hecho se denomina “historia”. Existen de él dos clases: la historia natural, que es la historia de aquellos hechos o efectos de la Naturaleza que no dependen de la voluntad humana; y la historia civil, que es la historia de las acciones voluntarias de los hombres constituidos en Estado.

El segundo tipo de conocimientos se denomina “ciencia” y es condicional; es el conocimiento de quien pretende razonar. Es decir, trata de sacar consecuencias no de una cosa con respecto a otra, “sino del nombre de una cosa con respecto a otro nombre de la misma cosa.” Por eso “sólo sé que si esto es, aquello es; o si esto ha sido, aquello ha sido; o si esto será, aquello será...”[287] Los registros de la ciencia son los libros que contienen las demostraciones de la consecuencia de una afirmación con respecto a otra.

Aquí se circunscriben los límites del conocimiento, en el cual sólo se puede avanzar mediante la operación básica del razonar: “[...] concebir una suma total, por adición de partes; o concebir un residuo, por sustracción de una suma respecto a otra...”[288], de esto se sigue que no es más que un cómputo. Tal como el aritmético suma y resta números, o el geómetra líneas, figuras y ángulos, el material del lógico son las consecuencias de las palabras. Palabras que no sólo permiten el cálculo de los números, sino toda cosa sujeta a nombres, esto es:

[...] cualquier cosa que pueda entrar en cuenta o ser considerada en ella... los latinos daban a las cuentas el nombre de rationes... de aquí parece derivarse que extendieron la palabra ratio a la facultad de computar en todas las demás cosas.”[289]

Siendo esta facultad inherente únicamente al hombre. De todas formas, el objetivo del razonar

“[...] no es el hallazgo de la suma y verdad de una o pocas consecuencias, remotas de las primeras definiciones y significaciones establecidas para los nombres, sino en comenzar por éstas y avanzar de una consecuencia a otra.”

Este es el progreso desde los elementos más simples, los nombres, a su conexión en afirmaciones, y de su conexión, a los silogismos. Cuando todas las consecuencias sobre un tema han sido halladas, esto se denomina ciencia, y es el conocimiento que debe tener un filósofo o alguien que pretende razonar.

“…los nombres hombre y racional son de igual extensión, y mutuamente se comprenden uno a otro.”[290]

Si “hombre” y “racional” tienen la misma extensión tenemos un problema, pues toda la explicación precedente había entendido a la razón como un aditamento en el hombre, una complejización artificial y nada connatural ni esencial. Esto significa que cada uno de los individuos que pueden agruparse en el conjunto de los hombres, puede, también, ser agrupado en el conjunto de los racionales: entonces todo lo que es hombre es racional, y el que no es racional no es hombre. Esto se trata de un reconocimiento a la tradición aristotélica, pero mas aun devela que este artificio de la razón, no algo prescindible. Esto no se contradice con todo lo anterior en tanto que la razón sigue siendo algo artificial, pero aun así es indispensable para el hombre (adulto). Se trata de desmantelar le idea de la razón innata, nos esta diciendo que no nacemos con la razón, pero a la vez nos dice que nacemos con una potencia que necesariamente debe actualizarse: El hombre no nace con la razón, sino con la capacidad de crearla, capacidad que deviene necesidad. En este sentido no se tanto del racionalismo, de Descartes, como se pretende.

“…Mediante esta aplicación de nombres…convertimos la agrupación de consecuencias de las cosas imaginadas en la mente, en agrupación de las consecuencias de sus apelaciones…De este modo la consecuencia advertida en un caso particular llega a ser registrada y recordada como una norma universal; así, nuestro recuerdo mental se desprende de las circunstancias de lugar y tiempo, y nos libera de toda labor mental, salvo la primera; ello hace que lo que resultó ser verdad aquí y ahora, será verdad en todos los tiempos y lugares.” [291]

El paso previo a las construcciones racionales es la aplicación de nombres. No podemos dejar de problematizar el tema de la anterioridad del lenguaje respecto de la razón. Debemos leer en “el lenguaje” de Hobbes, “la razón” de Descartes: ambos son los instrumentos que comunican la mente humana al mundo, son los que recortan la realidad que podemos percibir, son aquellas estructuras con las que podemos aprehender la naturaleza. Obviamente Nuestro autor, esta tendiendo hacia una perspectiva sensible, por eso desplaza a la razón y pone en primer lugar al lenguaje. Pesa mucho en Hobbes la idea de apropiarnos de las cosas al darles nombre, el nombre que damos a algo es una circunstancia que nos describe, que describe nuestro punto de vista: Hobbes esta reconociendo que solo podemos acercarnos a “lo otro” (cuando digo “lo otro” me refiero a los movimiento externos e internos que el hombre percibe) parcialmente, pues da cuenta del estado caótico de lo percibido, percibimos siempre movimientos, por lo tanto nosotros estamos fijos en un lugar y un tiempo y lo que agarramos de esos movimientos estará en nuestro lugar y tiempo. La operación de poner nombres nos permite un elemento fijo, la multiplicidad de elementos fijos será ordenada y puesta dentro de un sistema de relaciones a través de la razón. Veremos la importancia que pone Hobbes en resignificar los nombres cada vez que se emprende una tarea, esto tiene que ver con que la fijeza es artificial e individual, por un lado lo fijo pierde sentido a través del tiempo, por el otro cada hombre debe, necesariamente, anclar en un lugar distinto.

“... verdad y falsedad son atributos de lenguaje, no de las cosas. Y donde no hay lenguaje no existe ni verdad ni falsedad. Puede haber error, como cuando esperamos algo que no puede ser, o cuando sospechamos algo que no ha sido: pero en ninguno de los dos caso puede ser imputada a un hombre falta de verdad... la verdad consiste en la correcta ordenación de los nombres en nuestras afirmaciones, un hombre que busca la verdad precisa tiene necesidad de recordar lo que significa cada uno de los nombres usados por él… Esto pone de relieve cuán necesario es… examinar las definiciones de autores precedentes, bien para corregirlas cuando se han establecido de modo negligente, o bien para hacerlas por su cuenta…en la correcta definición de los nombres radica el primer uso del lenguaje, que es la adquisición de la ciencia… La Naturaleza misma no puede equivocarse: pero como los hombres abundan en copiosas palabras, pueden hacerse más sabios o más malvados que de ordinario. [292]

La idea del error como característico de lo que no pertenece al estado de naturaleza, la encontramos en muchos autores. Aquí se habla del estatuto de verdad y se lo coloca en el terreno del lenguaje; esto nos retrotrae a Aristóteles, quien ya había dado un paso respecto de Platón al entender la verdad como adecuación, esta idea se perpetúa durante la modernidad, inclusive en Descartes. Las cosas pertenecen al ámbito de lo que es, no hay duda sobre ello, en cambio el lenguaje es siempre un juicio sobre lo que es; al entender la verdad como adecuación aquel juicio o nombre que no tenga su correlato en la realidad, será falso o errado. Ahora bien es importante aclarar que el correlato que se busca en cada caso no es la realidad, que como vimos, se considera inasible, sino la efectiva percepción de esa realidad, el correlato es ese acercamiento parcializado. Por eso cada uno debe redefinir sus propios nombres, pues debe experimentar por sí mismo ese acercamiento a la naturaleza. El hombre por su sofisticación está condenado a valerse por sí mismo, ha salido del yugo seguro del ciclo natural.

“Sujeta a nombres es cualquiera cosa que pueda entrar en cuenta o ser considerada en ella, ser sumada a otra para componer una suma, o sustraída de otra para dejar una diferencia. Los latinos daban a las cuentas el nombre de rationes y al contar ratiocinatio: y lo que en las facturas o libros llamamos partidas, ellos lo llamaban nomina, es decir nombres: de aquí parece derivarse que extendieron la palabra ratio a la facultad de computar en todas las demás cosas. Los griegos tienen una sola palabra, lógos, para las dos cosas: Lenguaje y razón. No quiere esto decir que pensaran que no existe lenguaje sin razón; sino que no hay raciocinio sin lenguaje. Y al acto de razonar lo llamaban silogismo, que significa resumir la consecuencia de una cosa enunciada, respecto a otra.” [293]

Estamos ante la relación necesaria que se establece entre lenguaje y razón. Así como no podría haber cuentas sin números, tampoco puede haber razonamientos sin palabras. Esta cita resume todo lo que se venía exponiendo respecto de la razón como organizadora de contenidos previos; la razón posee un función organizadora, todo lo que hace es atribuir algunas imágenes ya clasificadas por el lenguaje a otras, establecer relaciones causales entre ellas. Claro está que las atribuciones que realiza la razón humana no son inventadas, sino experimentadas, la razón se complace en traducir una experiencia básica, comprendida a través del lenguaje, en una relación y a partir de esto comienza a operar su función de replegarse sobre lo ya pensado, la razón complejiza, infiere, deduce, nunca inventa, pero sí conjetura.

“Cuando un hombre, después de oír una frase, tiene los pensamientos que las palabras de dicha frase y su conexión pretenden significar, entonces se dice que la entiende: comprensión no es otra cosa sino concepción derivada del discurso. En consecuencia, si la palabra es peculiar al hombre (como lo es, a juicio nuestro), entonces la comprensión es también peculiar a él. Y por tanto, de absurdas y falsas afirmaciones, en el caso que sean universales, no puede derivarse comprensión; aunque algunos piensan que las entienden, no hacen sino repetir palabras y fijarlas en su mente.” [294]

En primer lugar se repite, en esta cita, la idea comprender como apropiarse de algo, se comprende cuando se tiene. Además se habla aquí de la comunicación entre los hombres, esto es muy importante ya que se venía caracterizando tanto a las operaciones del lenguaje como a las de razón como actos individuales que describían el punto de vista de cada hombre en particular, esta perspectiva caería en el relativismo si no se creyera que aquello que afecta a los sentidos de cada hombre existe por fuera de ellos, si hay algo que los hombres tienen en común y que les permite comunicarse eso es la realidad inasible. La posibilidad de comunicación está dada porque todos los hombres poseen la capacidad del lenguaje, estructura a través de la cual captan la naturaleza (ordenándola) y también a los otros hombres, esto es los hombres se captan entre sí por el lenguaje, por referirse a una misma realidad entendida según una misma estructura. Primero se discurre y luego se comprende. Estamos en condiciones de afirmar que Hobbes definiría al hombre como un ser lingüístico y luego como aditamento: racional.

“…al razonar un hombre debe ponderar las palabras; las cuales, al lado de la significación que imaginamos por su naturaleza, tiene también un significado propio de la naturaleza, disposición e interés del que habla; tal ocurre con los nombres de las virtudes y los vicios; porque un hombre llama sabiduría a lo que otro llama temor… tales nombres nunca pueden ser fundamento verdadero de cualquier raciocinio. Tampoco pueden serlo las metáforas y tropos del lenguaje, si bien estos son menos peligrosos porque su inconsistencia es manifiesta, cosa que no ocurre en los demás.” [295]

En esta cita termina de resolverse el problema de juicios de cada individuo. Hobbes delimita un terreno peligroso respecto del cual no podrían hacerse afirmaciones sino sólo esbozar opiniones, aquí sólo hay puntos de vista aislados; lo importante es que esto nos permite suponer un terreno seguro, por contraposición, a base del cual debe operar la razón, un terreno sobre el cual podemos construir el edificio complejo que la razón pretende y en el cual pareciera haber una captación universal de la naturaleza. Todo hombre que se rija por el verdadero y firme método que la razón pide llegará al mismo puerto. Hobbes supone aquí una razón universal, homogénea, gracias a la cual las percepciones de cada hombre dejan de ser relativas a su situación particular y pueden a través del artificio de la razón universalizarse, pero el hombre puede construir esta ficción de la universalización porque hay algo que lo ata al resto de su género. Se termina de comprender aquí porqué el nombre “razón” tiene la misma extensión que el nombre “hombre”.

“Cuando un hombre razona, no hace otra cosa sino concebir una suma total, por adición de partes; o concebir un residuo por sustracción de una suma respecto a otra… aritméticos… geómetras… lógicos… escritores de política… juristas… En cualquiera materia en que exista lugar para la adición y la sustracción existe también lugar para la razón: y dondequiera que aquella no tenga lugar, la razón no tiene nada que hacer… Porque RAZÓN, en este sentido, no es sino cómputo (es decir, suma y sustracción) de las consecuencias de los nombres generales convenidos para la caracterización y la significación de nuestros pensamientos; empleo el término caracterización cuando el cómputo se refiere a nosotros mismos, y significación cuando demostramos o aprobamos nuestros cómputos con respecto a otros hombres.” [296]

Se repite la idea de razón como cómputo. No estaría mal interpretar a Hobbes a la luz de los avances tecnológicos y decir que la razón operaría como una computadora que en primer lugar recibe información que se le ingresa desde el exterior. Esta primera información es puesta en un lugar luego de ser clasificada y cada vez que ingrese nueva información ocupara un lugar en relación con la información que ya está dentro, así se va constituyendo un sistema de relaciones jerárquicas cada vez más complejo, que en algún momento comienza a replegarse sobre sí mismo, y así se va expandiendo en las dos direcciones: información externa y reflexión interna; hay un tercer nivel que está en la interacción con otras “computadoras” que obviamente son compatibles por estar constituidas según la misma lógica. Este es el momento para aludir al modelo que toma Hobbes para delimitar lo que debe hacer la razón en todos los casos, se trata de la Geometría, ya que ésta es el mejor producto de la razón; observamos que no toma la Matemática y esto probablemente por lo mismo que prefirió el lenguaje a la razón, es decir, por su intención de tender a lo sensible.

“…la razón es, por sí misma, una razón siempre exacta, como la Aritmética es un arte cierto e infalible. Sin embargo, ni la razón de un hombre ni la razón de un número cualquiera de hombres constituye la certeza; ni un cómputo puede decirse que es correcto porque gran número de hombres lo haya aprobado unánimemente. Por tanto desde el momento que hay una controversia…, la partes…, para establecer la verdadera razón, deben fijar como modulo la razón de un árbitro o juez, en cuya sentencia pueden ambas apoyarse (a falta de lo cual su controversia o bien degeneraría en disputa o permanecería indecisa por falta de una razón innata)…Cuando los hombres que se juzgan a sí mismos mas sabios que todos los demás, reclaman e invocan la verdadera razón como juez, pretenden que se determinen las cosas, no por la razón de otros hombres, sino por la suya propia; pero ello es intolerable en la sociedad de los hombres…No hacen otra cosa,…,sino tomar como razón verdadera en sus propias controversias las pasiones que les dominan, revelando su carencia de verdadera razón con la demanda que hacen de ella” [297]

Volvemos al problema del hombre y su situación particular, al problema de la comunicación. A Hobbes le preocupa el problema de la metafísica y de la sociedad, las dos se resuelven de igual manera pues están sujetos al mismo peligro: se manejan en ese terreno fangoso en el que los nombres no tienen una definición fija, sino que están sujetos a la experiencia de cada uno. La solución que propone Hobbes no sería aceptable en el caso de la filosofía pero, como sabemos, sí en las comunidades científicas y, por supuesto, en las sociedades no democráticas. Pero lo que aquí nos ocupa es el personaje del que se cree superior, pues aquí están tratados dos temas: en primer lugar el de la igualdad del género humano, todos los hombres están igualmente sujetos al error y no hay ninguno que supere a los demás en este temas, porque, como vimos el error es tan constitutivo del hombre como la razón; en segundo lugar, la ligazón profunda que existe entre la razón humana y las pasiones, antes dijimos que el techo de la razón eran experiencias, las percepciones y ahora se repite que el hombre por haber construido u artificio mediante el cual se separó del resto de la naturaleza, no deja de ser un animal atado a sus pasiones. La razón como estructura es universal y exacta, como el estado de naturaleza, pero la razón humana no lo es porque en el hombre se fusionan dos elementos que parecían inconciliables: el cosmos y el caos.

“El uso y fin de la razón… está en comenzar en éstas (las primeras significaciones establecidas para los nombres) y en avanzar de una consecuencia a otra. No puede existir certidumbre respecto a la última conclusión sin una certidumbre acerca de todas aquellas afirmaciones y negaciones sobre las cuales se fundó e infirió la última… al inferir de todas las demás cosas establecidas, conclusiones por la confianza que merecen los autores, si no las comprueba desde los primeros elementos de cada cómputo… no sabe nada de las cosas, sino simplemente cree en ellas [298]

La idea de la elaboración propia y siempre desde el comienzo está contrapuesta a la de creencia y autoridad de los textos. Debemos recordar que Hobbes atraviesa un período crítico, de caída de los fundamentos y se preocupa por resignificar todo lo que ha sido vaciado de sentido, debe tirar abajo los edificios huecos y comenzar de nuevo a construir sobre la base de su propia experiencia.

“…el hombre supera a todos los demás animales en la facultad de que, cuando concibe una cosa cualquiera, es apto para inquirir las consecuencias de ella y los efectos que pueda producir. Añado ahora otro grado de la misma excelencia, el de que, mediante las palabras, puede reducir las consecuencias advertidas a reglas generales, llamadas teoremas o aforismos… Pero este privilegio viene asociado a otro; nos referimos al privilegio del absurdo (cuando razonamos con palabras de significación general y llegamos a una decepción, resultan expresiones sin sentido de las cuales no percibimos mas que un sonido) al cual ninguna criatura viva esta sujeta salvo el hombre. Y entre los hombres, más sujetos están a ella los que profesan la filosofía… ninguno de ellos comienza su raciocinio por las definiciones,… método solamente usado en Geometría, razón por la cual las conclusiones de esta ciencia se han hecho indiscutibles.” [299]

La principal operación de la razón es relacionar causal y efectualmente nombres, afirmaciones, etc.; esta relación es establecida en una situación particular. Pero la razón tiene un segunda capacidad y es la de generalizar experiencias. Hobbes está explicando algo que había quedado fuera de su sistema: las abstracciones. El absurdo tiene su origen en un error de la conjetura, y aquí Hobbes se da el lujo de explicar el sentido del sinsentido: el error se comete cuando la relación fundante entre nombre y experiencia no ha sido establecida. No es la primera vez que nos encontramos con la filosofía del lado de lo absurdo, y la insistencia en el asuntos hace suponer lo desacreditada que está ésta disciplina en relación con las que Hobbes toma como modelo. Hobbes está planteando a la filosofía como un producto del error humano, de la confianza y del facilismo que le han ganado a la verdadera razón. No sabemos si esto pide a la filosofía una refundación o si le quita completamente la posibilidad de legitimarse.

“La causas del absurdo son: la falta de método… la asignación de nombres de cuerpos a accidentes y viceversa… la asignación de nombres de accidentes situados por fuera de nosotros a los accidentes de nuestro propio cuerpo…la asignación de nombres de cuerpos a expresiones… el uso de metáforas, tropos y otras figuras del lenguaje, en lugar de palabras correctas… el uso de nombres que no significan nada… Todos los hombres, por naturaleza, razonan del mismo modo, y lo hacen bien, cuando tienen buenos principios.” [300]

Esta conclusión se viene anunciando a lo largo del estudio, aquí tenemos la prueba de que la razón es igual en todos los hombres. Luego de haber problematizado el origen de la razón nos sorprenderá encontrarnos con la afirmación de que la razón es ¡por naturaleza! igual en todos los hombres. Esto es coherente con la idea de la razón como germen, como potencia en el ser humano que se desarrolla luego de cierta acumulación de operaciones animales, el hecho de que comience sobre una base prefabricada acarrea el problema de la desigualdad en la base de las razones de cada hombre, por eso es importante revisar el principio para asegurar la actualización total de la capacidad de la razón.

“…la razón no es, como el sentido y la memoria, innata en nosotros, ni adquirida por la experiencia solamente, como la prudencia, sino alcanzada por el esfuerzo: en primer termino, por la adecuada imposición de nombres, y, en segundo lugar, aplicando un método correcto y razonable, al progresar desde elementos, que son los nombres, a las aserciones hechas mediante la conexión de uno de ellos con otro; y luego hasta los silogismos, que son las conexiones de una aserción a otra, hasta que llegamos al conocimiento de todas las consecuencias de los nombres relativos al tema considerado; es eso lo que los hombres denominan CIENCIA… Esta es la causa de que los niños no estén dotados de razón, en absoluto, hasta que han alcanzado el uso de la palabra.” [301]

El primer elemento a destacar es la definición de razón como algo no innato, ya que se forma a partir de la experiencia y que puede elevarse por encima del conocimiento sensible, que despega solamente como una complejización gradual que asciende hasta el peldaño en el que el salto cualitativo permite abstraer la relatividad de la experiencia sensible. En segundo lugar debemos dar cuenta de la disciplina que Hobbes acepta dentro de su sistema, se trata de la lógica, es esta parte de la filosofía la que merece entrar en el campo de lo actualmente racional y todo eso por la exactitud del camino que se sigue En tercer lugar vemos a la ciencia entendida como el resultado fructífero de la razón, la ciencia no es más que un producto de la razón, pero no cualquier producto, sino el único aceptable, esto es para Hobbes el conocimiento: las causas y las consecuencias de un situación determinada, no parece importar que la extrapolación de este conocimiento a situaciones similares resulte muchas veces insatisfactoria.

“…la luz de la mente humana la constituyen las palabras claras… depuradas de la ambigüedad mediante definiciones exactas; la razón es el paso; el incremento de ciencia, el camino; y el beneficio de género humano, el fin. Por el contrario las metáforas y las palabras sin sentido, o ambiguas, son como los ignes fatui; razonar a base de ellas equivale a deambular entre absurdos innumerables; y su fin es el litigio y la sedición…”[302]

La razón, en tanto que facultad mental, se la puede definir como cálculo, es decir, suma y resta. La razón opera restando y sumando las consecuencias de los nombres generales convenidos para la caracterización y significación de nuestros pensamientos. La caracterización se da cuando el cálculo se refiere a nosotros mismos y la significación cuando demostramos o aprobamos nuestros cálculos con respecto a otros hombres.

Cuando un hombre razona, lo que hace es concebir una suma total, por adición de partes; o concebir un residuo por sustracción de una suma respecto a otra; lo cual consiste en concebir a base de la conjunción de todos los nombres de todas las cosas, el nombre del conjunto. Además de sumar y restar, los hombres multiplican y dividen; y estas operaciones son las mismas porque la multiplicación es suma de cosas iguales y la división es sustracción de una cosa tantas veces como sea posible. Estas operaciones no ocurren sólo con los números, sino con todas las cosas que pueden sumarse y restarse. Los aritméticos suman y restan números, los geométricos lo hacen con líneas, figuras, ángulos, etc. Los políticos suman pactos para establecer deberes, los juristas suman leyes y hechos para determinar lo que es justo e injusto en las acciones de los individuos. Los lógicos hacen lo mismo con las consecuencias de las palabras.

“La razón es, por sí misma, siempre, una razón exacta”. Sin embargo, la razón de ningún hombre o de muchos hombres constituye la certeza, ni un cálculo puede decirse que es correcto porque gran número de hombres lo haya aprobado unánimemente.

Cuando hay una controversia respecto a un cálculo, las partes, por común acuerdo, y para establecer la verdadera razón, deben fijar como modelo la razón de un árbitro o juez, en cuya sentencia puedan ambas apoyarse. Algunas veces los hombres reclaman e invocan a la verdadera razón como juez, pretenden que se determinen las cosas, no por la razón de otros hombres, sino por la suya propia. Lo que hacen es tomar como razón verdadera las pasiones que los dominan, revelando su carencia de verdadera razón con la demanda que hacen de ella.

El uso y fin de la razón no es el hallazgo de la suma y verdad de consecuencias, remotas de las primeras definiciones y significaciones establecidas por los nombres, sino en comenzar en éstos y en avanzar de una consecuencia a otra. No puede existir certidumbre respecto a la última conclusión sin una certidumbre acerca de todas aquellas afirmaciones y negaciones sobre las cuales se infirió y fundó la última. Quien al inferir de todas las cosas establecidas, conclusiones por la confianza que le merecen los autores, si no las comprueba desde los primeros elementos de cada cálculo pierde su tiempo y no sabe nada de las cosas, sino simplemente cree en ellas.

El error es una decepción al presumir que algo ha pasado o va a ocurrir; algo que aunque no hubiera pasado o no sobreviniera no entraña una imposibilidad efectiva.

Cuando hacemos una afirmación general, a menos que sea una afirmación verdadera, la posibilidad de ella es inconcebible. Las palabras de las cuales no percibimos más que el sonido son las que llamamos absurdas, insignificantes e insensatas.

Hobbes habla de siete causas de absurdo:

1) La falta de método. A partir de que no se comienza el raciocinio con definiciones, es decir, estableciendo el significado de las palabras.

2) Asignación de nombres de cuerpos a accidentes o de accidentes a cuerpos. Ej.: cuando se dice que la extensión es un cuerpo.

3) Asignación de nombres de accidentes de los cuerpos situados fuera de nosotros a los accidentes de nuestros propios cuerpos. Ej.: los que dicen que el calor está en el cuerpo.

4) Asignación de nombres de cuerpos a expresiones. Ej.: cuando se afirma que existen cosas universales.

5) Asignación de nombres de accidentes a nombres y expresiones. Ej.: cuando se dice que la naturaleza de una cosa es su definición.

6) Uso de metáforas, figuras retóricas y trapos en lugar de palabras correctas.

7) Nombres que no significan nada. Ej.: transubstanciación. Quien pueda evitar esto, no es fácil que caiga en el absurdo. En efecto, todos los hombres, por naturaleza, razonan del mismo modo, y lo hacen bien, cuando tienen buenos principios.

La razón no es innata en los hombres, ni adquirida por la experiencia solamente, sino alcanzada por el esfuerzo. En primer lugar, por la adecuada imposición de nombres, y en segundo lugar, aplicando un método correcto y razonable, al progresar desde los elementos, que son los nombres, a las aserciones hechas mediante la conexión de uno de ellos con otro, y luego hasta los silogismos, que son las conexiones de una aserción a otra, hasta que llegamos al conocimiento de todas las consecuencias de los momentos relativos al tema considerado. La ciencia es el conocimiento de las consecuencias y dependencias de un hecho respecto a otro. Cuando vemos cómo una cosa adviene, por qué causas y de qué manera, cuando las mismas causas caen bajo nuestro dominio, procuramos que produzcan los mismos efectos.

La mayoría de los hombres, aunque tienen uso de razón en ciertos casos, por lo que a la ciencia se refiere o a la existencia de ciertas reglas en sus acciones, están tan lejos de la ciencia que no saben lo que es. Quienes carecen de ciencia se encuentran, con su prudencia natural, en mejor condición que los hombres guiados por falsos razonamientos o por confiar en quienes razonan equivocadamente. Formulan así reglas generales que son falsas y absurdas. Por ignorancia de las causas y de las normas, los hombres no se alejan tanto de su camino como por observar normas falsas o por tomar como causas de aquello a que aspiran, como que no lo son, sino que son causas de lo contrario.

En conclusión, la luz de la mente humana la constituyen las palabras claras y perspicuas, pero libres y depuradas de la ambigüedad mediante definiciones exactas; la razón es el paso, el incremento de ciencia, el camino, y el beneficio del género humano, el fin. Por el contrario, razonar a base de palabras sin sentido o ambiguas es deambular entre absurdos y su fin es el litigio y la sedición.

En definitiva, Hobbes resume el espíritu moderno y el rol activo de la scientia operativa[303], cuando busca un instrumento que permita el progreso del conocimiento, siendo su utilidad una vida provechosa para la humanidad. Como dice Bobbio: “Para Hobbes decir que el hombre está dotado de razón equivale a decir que es capaz de descubrir cuáles son los medios más adecuados para alcanzar los fines deseados...”[304], y ese afán de dominio, en palabras de Hobbes: “[...] cuando vemos cómo una cosa adviene, por qué causas y de qué manera, cuando las mismas causas caen bajo nuestro dominio, procuramos que produzcan los mismos efectos.”[305] Porque en definitiva, el fin del conocimiento es el poder...

Se ha comenzado con el tema del lenguaje porque éste expresa el pensamiento. Las conexiones que hay en la lengua son reproducciones de las conexiones que hay en el pensamiento.

Para Hobbes, al igual que para Aristóteles, los hombres se diferencian de los animales por el lenguaje. Sin lenguaje los hombres serían como animales. Sin palabras no hay posibilidad de cálculo, no se puede razonar. Además hay que agregar que los niños no están dotados de razón hasta que han alcanzado el uso de la palabra, pero son llamadas criaturas razonables por la aparente posibilidad de tener uso de razón en tiempo venidero. Lenguaje y razón están íntimamente unidos. Todo razonamiento debe comenzar por establecer el significado de las palabras. La definición se coloca en el comienzo de toda investigación. Hobbes, al igual que Descartes, está en desacuerdo con el criterio de autoridad, por eso dice que hay que examinar las definiciones de autores precedentes. En la correcta definición de nombres radica la adquisición de la ciencia, y esto se logra individualmente con un uso propio de la razón. Los hombres que se basan en la autoridad de los libros y no en sus propias meditaciones quedan rebajados a la condición de ignorantes.

Hobbes, como Descartes y Galileo, está muy influenciado por el modelo matemático que surge en la modernidad. Descartes busca un método basado en las matemáticas que sea aplicable a todas las ciencias. Para él, la razón funciona matemáticamente. Hobbes habla de razón como cálculo; todo, incluso las ciencias, se reduce a las operaciones de suma y resta. La razón siempre trabaja por adición y sustracción.

Para Hobbes, esta razón no es innata como en Descartes, sino que es alcanzada por el esfuerzo, aplicando un método correcto y razonable que va progresando desde los elementos más simples.

Tanto para Hobbes como para Descartes es importantísimo el uso que se haga de la razón. La razón sólo alcanzará la certeza en tanto se haga un uso correcto de ella. A lo único que se puede apelar como criterio de juicio es la recta razón.

Quien no haga un buen uso de la razón caerá en un absurdo.


La Teoría del Conocimiento en el Ensayo sobre el entendimiento Humano***

El Ensayo versa sobre el origen y los límites del entendimiento humano. Según su perspectiva “…remover cimientos falsos no es causar un perjuicio sino ponerse al servicio de la verdad”. No existen los pensamientos especulativos innatos “…El conocimiento llega con la sola eficiencia de las facultades naturales.” Locke cuestiona el argumento que sostiene que en el alma están escritos los principios lógicos básicos, como por ejemplo el principio de contradicción o el de identidad. Argumenta que los niños y los idiotas no los conocen y ninguna proposición está en la mente si nunca se conoce o no se está conciente de ella. Para Locke, la existencia de una idea depende de la presencia de ésta en la mente. Los lógicos contrargumentarán que la posesión de estos principios depende de la madurez de la razón, pero Locke se defenderá con la prueba empírica de que hay seres humanos que nunca llegan a dar cuenta de tales principios. Los niños por ejemplo -dice Locke-, no poseen la capacidad innata de contar; ellos deben tener primero experiencia de los números para aprenderlos y poder realizar operaciones con ellos.

Por otro lado, casi no hay consentimiento universal respecto de las ideas. Si las ideas fueran innatas, deberían estar más presentes en aquellos menos corrompidos por la tradición y la cultura: los salvajes. Pero no ocurre así, ya que por lo general se necesita de la tradición y la cultura para adquirir muchos conocimientos. Locke concluye que las ideas innatas no sirven a la causa de la verdad, ya que es imposible sostenerlas como criterios para el conocimiento del mundo.

La razón no es otra cosa sino la facultad de deducir verdades desconocidas de principios o proposiciones que son ya conocidos[306]

Ya que la mente está vacía de conocimiento innato, quedó claro que recibe nociones en la medida en que la experiencia se lo permita. Éstas llegan a partir de dos orígenes: la sensación y la reflexión.

Los objetos externos afectan los sentidos, se perciben sus cualidades, a través de las sensaciones que son las que captan estas cualidades secundarias, forma, color, olor… etc. Son las ideas de Sensación. Definición de Sensación: impresión o movimiento causado en alguna parte del cuerpo producida por alguna percepción en el entendimiento[307] -retoma el concepto de Hobbes, el pensamiento sigue el movimiento exterior que nos afecta-.

La mente obtiene la idea de esas operaciones sobre ideas recibidas, la reflexión, pensar, querer, razonar, dudar. Es la percepción de nuestra mente de los sentidos internos, las acciones de nuestra mente y sus pasiones. Estas ideas acerca de las pasiones son las que generaran las acciones.

¿Qué es el conocimiento? Dice:

El conocimiento (knowledge), pues, me parece que no es otra cosa que la percepción de la conexión y concordancia, o no concordancia y repugnancia, de algunas de nuestras ideas.

De los grados de nuestro conocimiento

El grado de conocimiento intenta denotar los modos diferentes de percepción de la concordancia o no concordancia de algunas de nuestras ideas. Aquí se dice que el papel de la memoria se reduce al conocimiento de las verdades generales.

La percepción inmediata de la concordancia o no concordancia de dos ideas es lo que se llama “conocimiento intuitivo”. Éste es el conocimiento más claro y cierto, pues la certeza depende de la intuición. El conocimiento intuitivo es el primer grado de conocimiento. Es el conocimiento más inmediato y por eso lo llama intuitivo. En cambio, al conocimiento mediato lo llama “demostrativo”. La conexión inmediata está presente o supuesta en todas las conexiones demostrativas o mediatas.

La identidad es el conocimiento más inmediato de que somos capaces. No hay que entender la diferencia como el producto de una comparación [mediata], sino como la contracara de la identidad. Este tipo de conocimiento es análogo a aquel que Descartes caracterizaba como “claro y distinto” (que son las notas características de la evidencia). No hay que confundir esta identidad intuitiva con el “principio de identidad” lógico que, para Locke, es el producto de una generalización a partir de la experiencia.

La percepción de determinadas ideas pero no de modo inmediato, es lo que se llama “conocimiento demostrativo”. Las ideas deben conformarse de modo mediato por la mente, sirviéndose de la intervención de otras ideas, ya que no puede realizar una comparación inmediata ni yuxtaponer. A esta segunda clase de percepción se la llama razonar. Aquí intervienen las “pruebas”, pues la evidencia no es clara y brillante se requiere de una lenta progresión gradual para llegar a través del razonamiento a un conocimiento cierto. Este proceso de la percepción además, donde hay una continua interacción de ideas intuitivas y de pruebas, es el conocimiento más imperfecto. Las matemáticas son las únicas que pueden llegar a la certeza demostrativa.

De lo que no es intuición o demostración, se dice que es fe u opinión, que no es conocimiento de los objetos particulares mediante la conciencia y la percepción.

El grado primario es el de conocimiento sensitivo, a partir de él se conocen los finitos particulares, toda la información adquirida a través de nuestros sentidos.

Ya hemos visto los tres tipos de percepción del conocimiento, los dos primeros nos abren el camino hacia las verdades generales: intuitivo, demostrativo. El sensitivo es el tipo de conocimiento básico. En cada uno de ellos existen diferentes modos de evidencias y certezas. La percepción de la concordancia o no concordancia de dos ideas dependerá de su claridad u oscuridad y no en la claridad y oscuridad de las ideas mismas.

No se puede tener conocimiento más allá de donde tenemos ideas.

· No hay conocimiento más allá de la percepción de concordancia o no concordancia. Las afirmaciones o negaciones de nuestras ideas son de 4 clases, identidad, coexistencia, relación, y existencia real. Coexistencia, lo más importante para el conocimiento de las sustancias.

· No hay conocimiento intuitivo de todas las ideas. conocimiento intuitivo damos cuenta el principio de identidad y de no contradicción.

· No se puede realizar un conocimiento intuitivo por comparación de todas nuestras ideas.

· El conocimiento sensitivo es el más estrecho.

· No alcanza nuestro conocimiento la realidad de las cosas. No se puede descubrir qué conexión hay entre cualidades secundarias y primarias, las cuales son las particularidades esenciales sobre las que se apoyan las sustancias. Las ideas de las sustancias son copias referidas a arquetipos externos a nosotros.

“La palabra razón tiene diferentes significados... Pero yo la considero aquí como aquella facultad humana por la que se distingue de las bestias y se eleva sobre ellas”.

“Necesitamos la razón para aumentar nuestro conocimiento y regular nuestro asentimiento”.

“Podemos considerar en la razón cuatro grados: el primero y más importante es el descubrimiento y hallazgo de nuevas verdades; el segundo, dejarlas dispuestas en un orden claro y adecuado para que su conexión y fuerza se perciba con evidencia y facilidad; el tercero, percibir su conexión; y el cuarto, hacer una conclusión recta”[308].

El concepto de Estado en el Leviatán de Hobbes

La Naturaleza (Arte con el cual Dios ha hecho y gobierna el mundo) es imitada por el Arte del hombre en muchas cosas y, entre otras, en la producción de un animal artificial. (…) Pero el Arte va aún más lejos, imitando la obra más racional y excelente de la Naturaleza que es el hombre. Pues mediante el Arte, se crea ese gran Leviatán que se llama una república o Estado (Civitas en latín), y que no es sino un hombre artificial, aunque de estatura y fuerza superiores a las del natural, para cuya protección y defensa fue pensado (…)” pág.35

Estado de Naturaleza

El Estado de Naturaleza no puede ser superado, pero sí, sometido mediante la organización de un poder lo suficientemente fuerte que nace de la voluntad de la propia comunidad, del contrato social que es la fuente del poder absoluto.

El “estado natural de los hombres “antes” del Estado Civil debe entenderse pues, como la condición hipotética en que esos hombres se hallarían necesariamente si no hubiera un poder como el del Estado. El “hombre natural”, como todo cuerpo, tiende a autoafirmarse. Tiene, en consecuencia, un derecho natural a hacerlo: lo que los escritores llaman comúnmente jus naturale es la libertad que cada hombre tiene de usar su propio poder como él quiere para la preservación de su propia naturaleza, es decir, de su propia vida, y por consiguiente, de hacer toda cosa que en su propio juicio y razón conciba como el medio más apto para aquello

Estado de Naturaleza vs. Estado Civil

Hobbes separa con claridad dos etapas: una situación de barbarie y de guerra de todos contra todos, un mundo sin germen ni derecho; y por otra parte, un Estado creado por el derecho, un Estado con suficiente poder para iniciar y reformar su estructura.

Así Hobbes, resolvió “la confusión y violencia del Estado de Naturaleza”, procurando “la existencia pacífica, social y confortable” de la sociedad civil

Hobbes, en su obra El Leviatán, expone principios que son propios del Estado Natural. De igual manera del Estado Civil, el cual es creado cuando el hombre ha hecho el Contrato Social y ha entregado los derechos que le pertenecían en el Estado Natural.

Sin embargo, en la formulación de Hobbes existe un tácito reconocimiento en la capacidad del ser humano de identificar sus propios límites y crear un sistema de poder que habrá de impedir por la fuerza que el Estado de naturaleza, continúe imponiéndose. De alguna manera esa autoconciencia de la propia negatividad se transforma, en virtud del principio dialéctico, en un hecho positivo que lo induce a organizarse y hacer la paz mediante el contrato social.

Para Hobbes, la seguridad resultaba del sometimiento de los libres a la soberanía absoluta, bien por adquisición, cuando un Estado invade a otro; o por institución cuando los individuos sujetos al miedo, consentían ser gobernados por uno o por pocos. La última vía exigía dos pactos para instituir la sociedad civil, es decir, una comunidad política estatal. Primero venía el pacto de asociación entre individuos libres y luego el pacto de sujeción, un mando legítimo a cargo del Leviatán. La férrea bisagra entre la libertad y la obediencia que hace un goce estable de toda posesión egoísta.

De la igualdad procede la inseguridad

“De esta desigualdad de capacidades surge la igualdad en la esperanza de alcanzar nuestros fines. Y por lo tanto, si dos hombres cualquiera desean la misma cosa, que, sin embargo, no pueden ambos gozar, devienen enemigos; y en su camino hacia su fin (…) se fuerzan mutuamente en destruirse o subyugarse”. Pág. 125

“No hay para el hombre mas forma razonable de guardarse de esta inseguridad mutua que la anticipación, esto es dominar, por fuerza o astucia, a tantos hombres como pueda hasta el punto de no ver otro poder lo bastante grande como para ponerle en peligro. Y no es esto mas que lo que su propia conservación requiere, y lo generalmente admitido.” Pág. 126

“Así pues encontramos tres causas principales de riña en la naturaleza del hombre. Primero, competición; segundo, inseguridad; tercero, gloria. (…)”. Pág. 126

Las dos afirmaciones centrales que organizaron su pensamiento, al imponerle deductivamente la necesidad del cálculo racional como razón de ser del Estado, serán éstas (que, en su opinión, reflejan dos hechos de la mayor importancia): En primer lugar, la igualdad natural biológica de los hombres: La naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en sus facultades corporales y mentales que aún el más débil tiene fuerza suficiente para matar al más fuerte, ya sea por maquinación secreta o por federación con otros. En segundo lugar, la escasez de los bienes que todos los hombres apetecen, como consecuencia de sus necesidades. Y así, de la igualdad en las fuerzas en competición procede la inseguridad, y de la inseguridad la guerra.

Igualdad entre los hombres

Como vimos, Hobbes dice que un principio natural es la igualdad entre todos los hombres; y si hay desigualdad es porque ha sido producida por la ley civil. De otra parte, Hobbes cree “que todos aspiran a lo mismo; y cuando no lo logran, sobreviene la enemistad y el odio;” el que no consigue lo que apetece, desconfía de otro y, para precaverse, lo ataca de ahí la concepción pesimista del hombre que tiene Hobbes; el hombre es un lobo para el hombre. Los hombres no tienen un interés directo por la compañía de sus semejantes, sino sólo en cuanto los pueden someter.

Por su parte, Hobbes dice que los tres motores de la discordia entre los humanos son según su teoría, “la competencia, que provoca las agresiones por la ganancia; la desconfianza, que hace que los hombres se ataquen para alcanzar la seguridad, y la vanagloria, que los enemista por rivalidades de reputación”.

Sin estado civil hay siempre guerra de todos contra todos

“Es por ello manifiesto que durante el tiempo en que los hombre viven sin un poder común que les obligue a todos al respecto, están en aquella condición que se llama guerra; y una guerra como de todo hombre contra todo hombre. Pues la guerra no consiste sólo en batallas, o en el acto de luchar; sino en un espacio de tiempo donde la voluntad de disputar en batalla es suficientemente conocida. Y por tanto, la noción de tiempo debe considerarse en la naturaleza de la guerra; (...) así la naturaleza de la guerra no consiste en el hecho de la lucha, sino en la disposición conocida hacia ella, durante todo el tiempo en que no hay seguridad de lo contrario. Todo otro tiempo es paz.” Pág. 127

“De esta guerra de todo hombre contra todo hombre, es también consecuencia que nada puede ser injusto” (…) Donde no hay poder común no hay ley. (…)La fuerza y el fraude son en la guerra las dos virtudes cardinales. La justicia y la injusticia no son facultad alguna ni del cuerpo ni de la mente. Si lo fueran, podrían estar en un hombre que estuviera solo en el mundo, como sus sentidos y pasiones. Son cualidades relativas a hombres en sociedad, no en soledad”. Pág. 128

“Las pasiones que inclinan a los hombres hacia la paz son el temor a la muerte; el deseo de aquellas cosas que son necesarias para una vida confortable; y la esperanza de obtenerlas por su industria. Y la razón sugiere adecuados artículos de paz sobre los cuales puede llevarse a los hombres al acuerdo”. Pág. 129

La búsqueda de la paz

Para Hobbes, el hombre está dotado de un poder del cual dispone a su arbitrio; tiene ciertas pasiones y deseos que lo llevan a buscar cosas y querer arrebatárselas a los demás. Como todos conocen esta actitud, desconfían unos de otros; el estado natural es el ataque. Pero el hombre se da cuenta de que esta situación de inseguridad es insostenible; en este estado de lucha se vive miserablemente, y el hombre se ve obligado a buscar la paz.

Para conseguir seguridad, el hombre intenta sustituir el estado natural por un estado civil, mediante un convenio en que cada uno transfiere su derecho al Estado. En rigor, no se trata de un convenio con la persona o personas encargadas de regirlo, sino de cada uno con cada uno. El soberano representa, simplemente esa fuerza constituida por el convenio; los demás hombres son sus súbditos.

Al despojarse los hombres de su poder, lo asume íntegramente el Estado, que manda sin limitación; es una máquina poderosa, un monstruo que devora a los individuos y ante el cual no hay ninguna otra instancia. Hobbes no encuentra nombre mejor que el de la gran bestia bíblica. Leviatán; eso es el Estado, superior a todo, como un dios mortal.

El Estado de Hobbes lo decide todo; no sólo la política sino también la moral y la religión. Si la religión no ésta reconocida por el Estado, no es más que superstición. Este sistema, agudo y profundo en muchos puntos, representa la concepción autoritaria y absolutista del Estado fundada a la vez en el principio de la igualdad y en un total pesimismo respecto a la naturaleza humana.

Pasiones vs. Razón

Sin embargo, Hobbes, dice que las pasiones que inclinan a los hombres a buscar la paz son, el deseo de las cosas que son necesarias para una vida confortable, y la esperanza de obtenerlas por miedo a la muerte.[309][4] En otras palabras, la pasión inclina a los hombres a desear y conseguir los bienes y privilegios del prójimo. Esto sería entonces la necesidad del hombre, pues su naturaleza es estar en guerra los unos con los otros. Mientras tanto, y por otro lado, la razón los hace pensar que sin seguridad y duración, los bienes y privilegios deseados no tienen sentido porque no se pueden disfrutar. La razón sugiere entonces normas adecuadas de paz, a las cuales pueden llegar los hombres por mutuo consenso. Estas normas son las que Hobbes llama leyes de la naturaleza, las cuales servirán para que el hombre salga de ese estado de guerra.

Contrato social

“(…) el motivo y fin por el que esta renuncia y transferencia de derecho se introduce no es otra cosa que la seguridad de la persona de un hombre, en su vida, y en los medios de preservarla para no cansarse de ella.”. “La transferencia mutua de un derecho es lo que los hombres llaman contrato” Pág. 132

“También puede uno de los contratantes entregar por su parte la cosa contratada, y dejar que el otro cumpla con la suya en algún tiempo posterior determinado, confiando mientras tanto en él, y entonces el contrato por su parte se llama pacto o convenio.”

“(…) autorizo y abandono el derecho a gobernarme a mi mismo, a este hombre, o a esta asamblea de hombres, con la condición de que tu abandones tu derecho a ellos y autorices todas tus acciones de manera semejante” Pág. 164

El contrato social del que surge la sociedad y el Estado, refleja de alguna manera, la existencia de una conciencia esperanzada en la condición humana de transformar el Estado de Naturaleza, con toda su carga instintiva y violenta, en una comunidad pacífica y democrática, regida por las leyes y las instituciones mediante la razón que se expresa en esas leyes y esas intuiciones, concreción objetiva de la voluntad social.

Si hablamos de un pacto fundacional, el derecho del soberano se funda en el contrato (contrato entre iguales, no pacto entre el soberano y los súbditos); porque el Estado no es una realidad “por naturaleza” que se imponga de suyo, sino al contrario, es el resultado de la puesta en común de los intereses de sus componentes. Se trata desde luego, de un supuesto lógico, no histórico, como si hubiera habido un verdadero convenio fundacional; y no se refiere a los hombres primitivos (ni a una presunta “naturaleza humana universal”) sino a los hombres tal como Hobbes los conoce.

Resumiendo entonces, vemos que en el Contrato Social moderno de Hobbes, “los individuos renuncian para siempre a sus derechos y poderes de autogobierno a favor de un ente que monopoliza medios de violencia, impuestos, formación de la opinión pública, adopción de decisiones políticas y administración”. Hay una supuesta auto- renuncia de la multitud como cuerpo político a su autogobierno a cambio de la seguridad individual de vidas y bienes.

Otro punto para resaltar es que Hobbes distingue entre derecho, que interpreta como libertad, y ley, que significa obligación. El hombre tiene libertad, es decir, “derecho para hacer cuanto pueda y quiera”; pero con un derecho se pueden hacer tres cosas: ejercerlo, renunciar a él o transferirlo. Cuando la transferencia del derecho es mutua, a esto se llama pacto, contrato o convenio. Esto lleva a la idea de la comunidad política.

Respetar el pacto

“Si se hace un pacto en el que ninguna de las partes cumple de momento, sino que confía en la otra, en la condición de mera naturaleza (que es condición de guerra de todo hombre contratado hombre) es, ante la menor sospecha razonable, nulo. Pero habiendo un poder común a ambos superpuesto, con el suficiente derecho y fuerza para obligar al cumplimiento, no es nulo (…)” Pág. 135

“En un estado civil, donde hay un poder establecido para obligara a aquellos que de otra forma violarían su palabra, aquel temor no es ya razonable, y por esa causa, aquel que debe a tenor del pacto cumplir primero, esta obligado a hacerlo.” Pág. 136

Entonces para Hobbes, “cuando los pactos se respetan y se llevan a cabo hay justicia, pues quiere decir que hay una voluntad constante de dar a cada uno lo suyo”. Todos los hombres tienen derecho a todas las cosas y por ende son iguales ante la ley. Esta inclinación de pactar lleva a los individuos a convenir un contrato, que implica la renuncia de todos sus derechos que poseían en el estado de naturaleza para otorgárselos a un soberano que a cambio les garantizará el orden y la seguridad. Con el contrato se renuncia a la libertad y a cualquier derecho que pudiera poner en peligro la paz.

El ser humano requiere de algo más que pactar, que haga su convenio constante y obligatorio; y ese algo es un poder común que los mantenga a raya y dirija sus acciones hacia el beneficio colectivo. “Los pactos no descansan en la espada, no son más que palabras, sin fuerza para proteger al hombre de algún modo.” Por consiguiente, a pesar de la ley de la naturaleza, si no se ha instituido un poder, cada uno confiará en su propia fuerza para protegerse contra los demás hombres.

Moral

“Y en esta ley de naturaleza [la tercera: que los hombres cumplen los pactos que han celebrado] se encuentra la fuente y origen de la justicia, pues donde no ha precedido pacto no ha sido transferido derecho, y todo hombre tiene derecho a toda cosa y, por consiguiente, ninguna acción puede ser injusta. Pero cuando se ha celebrado un pacto, entonces romperlo es injusto, y la definición de injusticia no es otra que el no cumplimiento del pacto, y todo aquello que no es injusto es justo.” Pág. 140

“(…) se llama injusticia o perjurio a deshacer voluntariamente aquello que desde el principio se había voluntariamente hecho (…)” Pág. 131

Hay que decir que la justificación del estado totalitario que realiza Hobbes en el Leviatán no es sólo una teoría política; es además una teoría moral. El estado de naturaleza del que parte su argumento es un estado pre-moral. La moral se genera mediante el mismo pacto que sirve de base al poder político, y tiene su misma justificación. La moral es otro instrumento para garantizar la seguridad y la paz necesarias para que cada individuo realice sus deseos en completa libertad. Por tanto, poder político absoluto y Moralidad están al servicio del individuo. Pero, para ello el poder político carece de límites, y la moral tiene demasiados, pues, es una moral de mínimos.

La generación de una república

“El acuerdo (…) de los hombres proviene solo del pacto, lo cuál implica artificio. En consecuencia, no debe asombrar que (además del pacto) deba existir algo capaz de hacer constante y duradero su acuerdo, y esto es un poder común que los mantenga en el temor y dirija sus acciones al beneficio común.

El único modo de erigir un poder común capaz de defenderlos de la invasión extranjera y las injurias de unos a otros (…), es conferir todo su poder y fuerza a un hombre, o a una asamblea de hombres que pueda reducir todas sus voluntades, por pluralidad de voces, a una voluntad.” Pág. 164

“Hecho esto [el pacto], la multitud así unida en una persona se llama República, en latín Civitas. Esta es la generación de ese gran Leviatán o más bien de ese Dios Mortal a quien debemos, bajo el Dios Inmortal, nuestra paz y defensa. Pues, mediante esta autoridad, concedida por cada individuo particular en la república, administra tanto poder y fuerza que por terror a ello resulta capacitado para formar las voluntades de todos en el propósito de paz en casa y mutua ayuda contra los enemigos del exterior. Y en él consiste la esencia de la república, que por definirla, es una persona cuyos actos ha asumid como autora una gran multitud, por pactos mutuos de unos con otros, a los fines de que pueda usar la fuerza y los medios de todos ellos, según considere oportuno, para su paz y defensa común.

Y el que caga con esta persona se denomina soberano y se dice que posee poder soberano; cualquier otro es su súbdito.” Pág. 165

Quizás en algún momento Hobbes se refiera a la democracia, pero no lo hace con el fin de decir que es lo mejor para un Estado, y que a ésta se llegaría a partir del Contrato Social. Pues si se refiere a la democracia, es para decir, que es también una forma de Estado, pero de ahí a que Hobbes quiera proponer un Estado democrático, no sería posible, pues ante todo su propuesta está enfocada en un Estado Absoluto.

Hobbes, para centrar su vista en el comportamiento humano, parte de una antropología que incluye teorías sobre las pasiones, sobre el valor, sobre la motivación, etc. Su argumento le conduce a una de las más completas defensas del absolutismo. Este es un hecho clave, porque equivale a decir que un poder absoluto está racionalmente justificado para cualquier ser humano bien informado, y racionalmente justificado en general.

El fin de la república, la seguridad de los particulares

“La causa final, meta o designio de los hombres (…) al introducir entre ellos esa restricción de la vida en república es cuidar de su propia preservación y conseguir una vida mas dichosa; esto es, arrancarse de esa miserable situación de guerra que se vincula necesariamente a las pasiones naturales de los hombres (…) “

“Porque las leyes de la naturaleza (…) son por si mismas contrarias a nuestras pasiones naturales, que llevan a la parcialidad, el orgullo, la venganza y otras semejantes cuando falta el terror hacia algún poder. Sin la espada los pactos no son sino palabras, y carecen de fuerza para asegurar en absoluto a un hombre. En consecuencia, a pesar de las leyes de la naturaleza (…) sino hubiese un poder constituido o no fuese lo bastante grande para nuestra seguridad, todo hombre podría legítimamente apoyarse sobre su propia fuerza y aptitud para protegerse frente a todos los demás hombres.” Pág. 161

Habría que señalar que en Hobbes, (que es sobre el cual descansan las bases de este trabajo) el contrato social desemboca en el Leviatán, ese Estado absoluto que deviene el depositario de la soberanía transferida por el pueblo en el contrato social. La consecuencia fundamental de la teoría hobbesiana del contrato social es el nacimiento del Estado Absoluto, única garantía para dominar el estado de naturaleza y organizar las condiciones imprescindibles para que pueda existir la paz.

En Hobbes aparece explícitamente otro punto relevante: que el estado es una institución separada del individuo; éste se siente ajeno a la organización estatal. El estado, es para Hobbes, una coacción perpetua sobre el hombre-individuo (aunque aceptada por el sujeto racional como medio para la seguridad y la paz). La consecuencia del pensamiento de Hobbes, aunque probablemente no fuese esta su intención, se resume en que el individuo ya no será más que un hombre en o para el estado, sino un hombre frente al Estado.

Estado y derechos naturales en Locke

“Y para que todos los hombres se abstengan de invadir los dere­chos de los demás y de dañarse el uno al otro, y se observe esa ley de la naturaleza que se preocupa por la paz y la preservación de toda la humanidad, los medios para ejecutarla están en manos de todos los hombres, de modo que todos y cada uno tienen el derecho de castigar a quienes transgreden la ley en la medida en que ésta sea violada. Pues la ley de la naturaleza sería vana, al igual que todas las otras leyes que en este mundo conciernen a los hombres, si no hubie­se nadie que, en el estado de naturaleza, tuviera poder para ejecu­tar esa ley, protegiendo así a los inocentes y poniendo límites a los ofensores. Pues en ese estado de igualdad perfecta, en el que natu­ralmente no hay superioridad ni jurisdicción de uno sobre otro, lo que uno puede hacer en cumplimento de esa ley, todos necesaria­mente deben tener derecho a hacerlo[310]


Conclusión

Vernant y McLuhan señalan que con la invención de la escritura fonética en la antigüedad y de la imprenta en la modernidad se produjeron efectos análogos en cuanto a la publicidad y al desarrollo de una cultura común (paralelamente a un proceso de laicización de la vida social). Estos efectos, en ambos casos, pueden ser considerados “democratizadores”, en tanto promocionan una “igualación de las condiciones”. Un efecto análogo se produjo con el cambio en la naturaleza de la monarquía: en la antigüedad con el paso del ánax al basileus, en la modernidad, con el tránsito de la monarquía por derecho divino a la monarquía como producto del pacto social. Por otro lado, Vernant muestra que el basileus ejerce una supremacía entre pares con el fin de cumplir una función específica, y Hobbes argumenta que el soberano es igual a los otros individuos en estado de naturaleza y que su poder se deriva del pacto que limita las libertades de los individuos contratantes en función de la seguridad y la paz.

Vernant también señala que el espíritu igualitario griego que surge en el seno de la aristocracia guerrera “contribuye a dar a la noción del poder un nuevo contenido”: como un asunto de todos (to koinón). Los pensadores modernos también ponen de manifiesto una nueva concepción del poder que surge de un rasgo de la naturaleza humana (por lo tanto, común en todos los individuos): la libertad. Si bien autores como Descartes, Bacon, Hobbes o Locke definen la libertad de distinta manera, todos ellos coinciden en considerarla un rasgo distintivo de la naturaleza humana.

La institución de la polis es la novedad en la vida de relación entre los hombres en la antigüedad. Vernant resume sus rasgos distintivos: (1) la preeminencia de la palabra, (2) el desarrollo de prácticas públicas, y (3) el principio de isonomía. En los comienzos de la modernidad surgen y se desarrollan las urbes (primeramente alrededor de los puertos o de los cruces de caminos) y en ellas aparece un ámbito nuevo, que posibilitó los intercambios de todo tipo: el mercado. Este ámbito nuevo señala además el tránsito progresivo del trueque al intercambio con moneda. Tanto la polis como el mercado han dado lugar a formas de relación (diálogo en la asamblea de los polites, intercambio de productos entre los mercaderes) que suponen la exclusión de la violencia (primacía de la palabra sobre el combate, primacía del negocio sobre la guerra). Con la polis y con el mercado surgen y se desarrollan nuevas prácticas públicas que potencian una interrelación cada vez más igualitaria. Ambas dan lugar a la extensión del principio de igualdad. El surgimiento del mercado y de las manufacturas va constituyendo un nuevo orden que tiene efectos políticos significativos, entre los cuales Chatelet destaca la decapitación del monarca inglés instituido por derecho divino a manos del pueblo de Londres.

Hay que subrayar aquí, además, que la riqueza comienza a ser considerada (en ambas épocas) como un elemento de prestigio social que, al no ser privativo de la aristocracia, contribuye a la movilidad social y a la igualación. McLuhan y Popper muestran, asimismo, que tanto en el siglo de Pericles como con los isabelinos modernos se ha desarrollado un creciente individualismo, pasando de concepciones corporativas y tribales a concepciones individualistas y racionales.

La democratización y la divulgación crecientes fomentan la instauración de una nueva legalidad (nomos) y una nueva concepción de la justicia (dike). Análogamente, en la modernidad surge una nueva noción de la ley ligada a la naturaleza (ley natural) y una nueva idea de la justicia (iusnaturalismo, contractualismo). En las dos épocas se produce una transición desde una legalidad arbitraria emanada del monarca hacia una primacía de la ley por sobre el monarca o el gobierno. Este tránsito es claramente perceptible en los cuarenta años que van de Hobbes a Locke. Solón produjo una despersonalización de la justicia al establecer el derecho de cada uno de intervenir a favor de cualquiera que haya sido lesionado. Locke produjo la misma transformación en el derecho moderno, argumentando tomar por fundamento la ley natural[311].

Tanto la filosofía antigua como la ciencia moderna generan un proceso de laicización, en el que lo secular y cotidiano hace inteligible lo original y extraordinario, invirtiendo la relación que se da en el mito y en la religión (en la que lo cotidiano se interpreta desde lo sagrado).

Vernant muestra que, para construir las cosmologías nuevas, los milesios han utilizado las nociones que el pensamiento moral y político había elaborado, proyectándolas sobre el mundo natural. Chatelet sostiene, por su parte, que la nueva ciencia ya no se nutre de la realidad política sino de una nueva concepción de la naturaleza, pero Sohn-Rethel ha revelado cómo el conjunto de categorías con que la ciencia física moderna capta la naturaleza funcionaba efectivamente en el acto del intercambio social de mercancías antes que fuera comprendido como la estructura de la ciencia física.

Las notas características de los procesos emergentes de los cambios producidos por la escritura fonética y la imprenta son: la homogeneidad, la uniformidad, la continuidad y la repetición. Con la invención del alfabeto fonético en la antigüedad y de la imprenta en la modernidad, además, se incrementan las tendencias a la abstracción y la fragmentación, a la división y la especialización.

Un rasgo novedoso de la modernidad, que parece no tener antecedentes análogos en la antigüedad griega, es la mecanización de la naturaleza. Los modelos vitalistas de la antigüedad son reemplazados por sistemas inertes subyacentes tanto a la vida orgánica como a lo inorgánico y sin vida. Otro rasgo distintivo de la modernidad es el surgimiento de la perspectiva y el desarrollo de un punto de vista histórico. A los rasgos anteriores, Koyré adiciona la infinitud y descentralización del universo, contraponiéndolo al cosmos centrado y finito del mundo antiguo, y la desjerarquización del orden del ser como consecuencia de la geometrización del espacio y la uniformización del tiempo.

Gadamer resume los rasgos distintivos de la ciencia moderna respecto de la filosofía antigua en la especialización y la reducción del mundo a objeto de dominación. Tales rasgos se hacen perceptibles en los intentos de comprensión del cuerpo, la libertad, la autoconciencia y el lenguaje, aun cuando los primeros filósofos de la época moderna intentaron construir una ciencia objetiva capaz de dar cuenta de estos fenómenos. Koyré coincide con Gadamer en que de aquí se deriva que el hombre perdiera su lugar en el mundo en que vivía y pensaba, y que debiera sustituirlo por el propio marco de pensamiento, por la propia razón. Ya Heidegger había sostenido que el sujeto cognoscente autoimpuesto subyace como fundamento y como fundamentador en la imagen del mundo de la ciencia y de la técnica modernas (tanto como en el arte como estética, en la pérdida de los dioses o secularización de la religión o en el obrar del hombre como cultura). Estos fenómenos ponen de manifiesto la esencia de la época moderna.

El concepto de ciencia en la modernidad, se caracteriza para Heidegger además, por lo matemático, es decir, por lo que ya se conoce al conocer. Ya sea deductivamente o inductivamente, la ciencia moderna conoce antes de conocer. Las dos direcciones en el proceso de conocimiento son igualmente posibles y “legítimas” y suponen una misma metafísica. La misma metafísica que define al ser humano como sujeto que representa, determina a la naturaleza como objeto e imagen.

Dussel destaca un rasgo de la modernidad que escapa a las teorías europeas: la conciencia dominadora y civilizadora que caracteriza a la mentalidad de los primeros tiempos de la modernidad. En otros términos: por primera vez se hace manifiesto el carácter europeo (y europeocéntrico) de la nueva razón, de la nueva ciencia y del nuevo Estado. El “yo pienso” cartesiano, señala Dussel, ha sido precedido por el “yo conquisto” de los pueblos occidentales de Europa. Pensar y conquistar manifiestan la supremacía de la voluntad y de la acción.

Tanto en Descartes como en Bacon se expresa el interés por la técnica mecánica, por la manipulación de la naturaleza y por el dominio de la vida: “hacer al hombre dueño y poseedor de la naturaleza”. Sin embargo, como observan los autores de la Escuela de Frankfurt, el dominio de la naturaleza se complementa con el dominio de los hombres. Tal “voluntad de dominio” mediada por la ciencia y la técnica ponen de manifiesto la identidad entre el saber y el poder.

Más allá de los aportes de los historiadores de las ideas y de la cultura, el análisis y la interpretación de los textos de los primeros filósofos de la modernidad son en sí mismos reveladores. Los filósofos de los primeros siglos de la modernidad comparten el supuesto creacionista de la tradición judeo-cristiana y dan por sentado que el universo contiene un orden, una estructura, una legalidad, a la que identifican con la razón. La realidad es comprensible para las capacidades humanas porque es en sí misma racional y es racional porque es obra de Dios. Dios ha creado el universo según la razón y ha dotado a los seres humanos de la capacidad para comprender y conocer esa razón subyacente en toda realidad. Se concibe a la razón humana en analogía con la razón divina. Hobbes incluso piensa que la racionalidad del Estado es comparable con la creación del universo como obra de Dios.

Descartes define a la razón como la facultad de juzgar y distinguir lo verdadero de lo falso, y sostiene que tal facultad es la cosa mejor repartida del mundo y es naturalmente igual en todos los hombres. La capacidad del pensamiento es universal y sirve de fundamento para la igualdad. Los seres humanos son naturalmente iguales porque tienen igual poder para pensar por sí mismos. Las diferencias se originan no en la facultad sino en la aplicación. Consecuentemente, para consolidar la igualdad de origen, es necesario extender la igualdad al método o a la aplicación. Descartes hace público el método que ha utilizado para “que cada cual pueda formar su juicio”. También para Hobbes la razón es la que nos permite valernos por nosotros mismos, en oposición a la fe y a la autoridad de la iglesia. Tales pensamientos han dado base, un siglo después, a la doctrina de la Ilustración.

Hobbes advierte que “los nombres hombre y racional son de igual extensión, y mutuamente se comprenden uno a otro” y Descartes afirma que la razón es la única cosa que nos distingue de los animales.

De las tres cualidades distintivas de la razón (la imaginación, la memoria y el entendimiento), es el entendimiento el que permite el conocimiento, la verdad, la ciencia y el dominio, la evidencia y la certeza. La razón es el nuevo fundamento, cuya unidad se corresponde con la unidad de lo real. La razón como fundamento es también la base de la claridad para la decisión y la acción y como de la seguridad y utilidad para la vida. El uso correcto de la razón implica una correcta manera de proceder en todos los ámbitos de la vida. Hay una coherencia entre el modo de pensar y el modo de obrar. Quien piensa bien, obra bien.

La verdad no requiere del consenso, ni de la costumbre, ni de la tradición, ni de la autoridad, ni de las opiniones, ni de la sensibilidad, ni de ningún principio heterónomo. Pues si bien “la razón no nos dice que lo que así vemos o imaginamos sea verdadero, (…) nos dice que todas nuestras ideas o nociones deben tener algún fundamento de verdad”, ya que la realidad es un orden racional que sólo es captable por la razón. Descartes supone una analogía entre la razón de la naturaleza y la razón humana, de allí que en la cuarta regla del método sostenga que hay que suponer un orden incluso en lo que no lo tiene naturalmente. Por su parte, Hobbes afirma que el hombre es la obra más excelsa de la naturaleza por su capacidad racional y que el arte debe imitar a la naturaleza creando obras racionales (sociedad, Estado).

Bacon señala que hay dos vías igualmente racionales: la inductiva y la deductiva. Descartes da primacía a la segunda cuando se trata de dar un fundamento firme a la ciencia pero no desecha la segunda. Hobbes sostiene el principio aristotélico que afirma que nada hay en la razón que no haya estado antes en los sentidos. Define así la razón como la facultad de computar (ratio) o contar, es decir, sumar y restar, lo cual no puede hacerse sin lenguaje. Para Descartes la razón es innata mientras que para Hobbes se alcanza por el esfuerzo.

La geometría se constituye, entre los griegos, como el modelo de la ciencia, a tal punto que Platón la consideraba como el requerimiento ineludible del aprendizaje de la filosofía en la Academia. También en la modernidad, el orden de la razón llega a identificarse con lo matemático. Así, para Galileo, la naturaleza es como un libro escrito en lenguaje matemático, y para Hobbes, “la razón es, por sí misma, una razón siempre exacta, como la Aritmética es un arte cierto e infalible”.

Por otro lado, tanto en la antigüedad como en la modernidad, la matemática se presenta como una guía inestimable para comprender el orden mismo de la razón, tanto del logos como de la ratio. La matemática pone de manifiesto el orden mismo de la realidad y, por tanto, la condición de posibilidad de su conocimiento.

Mientras que Descartes desconfía de todos los saberes que no se ajustan a los criterios de claridad, distinción y utilidad para la vida, propios de la nueva razón, Hobbes llega incluso más lejos al cuestionar los discursos científicos que se subordinan al poder o son coartados por él. “No me cabe la menor duda -dice Hobbes-, que si el teorema de que los tres ángulos de un triángulo son iguales a dos ángulos de un cuadrado hubiera ido en contra de algún derecho de propiedad o, mejor dicho, del interés de aquellos que poseen propiedades, esta doctrina habría sido si no refutada, por lo menos reprimida mediante la quema de todos los libros de geometría, siempre y cuando los interesados hubieran podido llevarla a cabo”[312].

Para Hobbes los elementos fundamentales de la razón son el orden y la inferencia de normas que regulen un procedimiento. Hay, por tanto, una razón contenida en la naturaleza y una razón construida por la acción y las artes humanas, por el artificio. Pero el modelo de ciencia para Hobbes sigue siendo la geometría: la “[...] única ciencia que Dios se complació en comunicar al género humano.”

Más allá de las divergencias acerca de si la razón es innata o producida por el esfuerzo, Descartes y Hobbes coinciden en la importancia del lenguaje y en la necesidad de partir de principios claros y seguros en la construcción de la ciencia. El lenguaje es el lugar de la verdad: sólo las proposiciones son verdaderas o falsas, no las cosas o la realidad.

Finalmente, estamos en condiciones de hacer una evaluación de los resultados de la presente investigación. Se ha avanzado substancialmente en la consolidación de nuestra hipótesis inicial que sostiene la mutua correspondencia de los conceptos de razón, ciencia y democracia surgidos a comienzos de la época moderna, de manera análoga a como Vernant mostró la correspondencia de las nociones de logos, geometría y polis en los orígenes del pensamiento griego antiguo. Este solo resultado es un avance significativo en la comprensión de la época moderna y aporta elementos para la discusión contemporánea sobre la crisis y el fin de dicha época. Tales debates han dado pie al surgimiento y a la consolidación de las llamadas filosofías postmodernas y ayudan a redefinir el papel de las ciencias sociales y políticas en la actual coyuntura.

Por último, debemos mencionar un déficit del presente trabaja cual es el desarrollo insuficiente del análisis del pensamiento de Locke y la ausencia de un autor central del siglo XVII como B. Spinoza. Sugerimos, en este sentido, un camino fructífero de investigación futuro, que podría confirmar y profundizar las conclusiones parciales a las que hemos arribado.


Bibliografía

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Bobbio, Norberto: Thomas Hobbes, F. C. E.: México, 1995.

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